"Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?".
Ellos le respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?".
Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día".
(Jn. 1, 38-39)

Un buen amigo




Hay una leyenda en que se cuenta que un hombre cayó en un pozo. Pasó Buda y le dijo: “Si hubieras cumplido lo que yo enseño, no te habría sucedi­do eso”. Pasó Confucio, y le dijo: “Cuando salgas, vente conmigo y te enseñaré a no caer más en el pozo”. Pasó Jesús, vio a aquel hombre desespera­do, y bajó al pozo para ayudarlo a salir.
Jesús es el amigo que ha dado la vida por los amigos y enemigos.
Hace ya más de 2500 años, Confucio caracterizó las relaciones de amistad como las únicas que no estaban sometidas a ningún tipo de jerarquía. La amistad lo iguala todo: cultura, profesión... Jesús nos ha revelado que Dios es amor y tiene un amor especial para con los más necesitados. San Pablo pedía para los cristianos “ser capaces de compren­der, con todos los creyentes, la anchura, la longi­tud, la altura y la profundidad: en una palabra, que conozcáis el amor de Cristo, que supera todo conocimiento” (Ef 3,18-19). En el amor que Dios nos tiene permanece siempre un misterio, aunque accesible a través de la experiencia humana del amor. San Juan nos recuerda que “el amor viene de Dios” (1Jn 4,7). Quien ama es porque ha cono­cido a Dios. Jesús ha sido llamado “el hombre para los demás”. En él estaba la plenitud del amor y de la fidelidad; por Cristo Jesús llegó el amor y la fide­lidad (Jn 1,15-17).


Para Jesús, el “mayor amor” es el amor de amis­tad. Y los amigos se eligen; no se imponen. Él nos eligió como sus amigos, libremente. “No me elegis­teis vosotros a mí, sino yo a vosotros” (Jn 15,16). Jesús practicó la amistad y trabó una amistad fuerte sólo con algunos de sus discípulos. Jesús, por amor, se hizo uno más de nosotros. El actuar de Jesús es por amor. Veamos algunos rasgos: así trata Jesús al joven desconocido que se acerca a él buscando orientación: “Fijando en él su mirada, le amó” (Mc 20,2); a la mujer pecadora que llora a sus pies: “Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado. Vete en paz” (Lc 7,48-50); a su dis­cípulo Pedro: “Fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas” (Jn 1,42).

Encontramos también en Jesús el cariño, inclu­so emocionado, hacia las personas, que no es signo de debilidad sino revelación de un sentimiento hondo de amor y de amistad. Así reacciona ante unos ciegos que le piden su curación: “Jesús se conmovió, tocó sus ojos, y al momento recobraron la vista y le siguieron” (Mt 20,34). Es conocida la escena de Betania; al acercarse a María, desconso­lada por la muerte de su hermano Lázaro, Jesús, “viéndola llorar... se conmovió profundamente y se echó a llorar. Los judíos comentaban: ¡Miren cuánto lo quería!” (Jn 11,33-35).


El mismo afecto emocionado manifiesta Jesús ante la ciudad de Jerusalén: “Al acercarse y ver la ciudad, se le saltaron las lágrimas por ella y dijo: ¡Si también tú comprendieras lo que conduce a la paz! Pero no, no tienes ojos para verlo” (Lc 19,41). Así es Jesús. Basta una palabra, una situación humana, un sufrimiento, para que brote su afecto lleno de ternura.

La amistad se convierte en compasión cuan­do las personas queridas sufren o se encuentran mal. El amigo se acerca al sufrimiento del otro, lo acoge, se identifica con su dolor y sus problemas, sufre, acompaña, ayuda. Amistad significa tam­bién benevolencia, es decir, un afecto que quiere el bien de las personas y lo busca. Es este senti­miento el que mueve a Jesús. “Al desembarcar, vio una gran multitud; se conmovió porque estaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas” (Mc 6,33). Esta amistad se mani­fiesta de forma más entrañable con las personas por las que siente predilección especial; así sucede con la familia de Marta. El evangelista señala que “Jesús quería a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). Pero también con el discípulo que lo ha negado: “El Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor” (Lc 22,61).

En cierta ocasión “se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Conmovido, Jesús extendió la mano, lo tocó y dijo: Quiero, queda limpio (Mc 1,40-41). En Naím, al ver a una viuda llorando la muerte de su hijo único, Jesús se acerca. “Al verla el Señor se conmovió y le dijo: No llores” (Lc 7,13).

Amistad significa entrega, donación al otro. El amigo sabe dar gratuitamente, regalar su tiempo, su compañía, sus fuerzas, su vida entera. Los evan­gelistas describen a Jesús “desviviéndose” por los demás, entregando lo mejor de sí mismo a todos. No busca su éxito, su prestigio o bienestar. Es el amor lo que anima su vida entera. “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45). Su crucifixión no es sino la culminación de esa entre­ga. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Jesús ofrece su amistad a todos, incluso a aque­llos que son excluidos de la convivencia social (leprosos) o separados de unas relaciones amis­tosas (publicanos, prostitutas). Jesús se acerca a ellos, se sienta a su mesa, los acoge. La gente lo llama “amigo de publicanos y pecadores”. Pero los evangelistas destacan la amistad particularmente honda y entrañable que Jesús vive y cultiva con sus discípulos. Jesús les va revelando sus secretos más íntimos en una atmósfera de comunicación amistosa.
Cristo sigue brindando su amistad; muchos, a lo largo de los tiempos, lo han aceptado como amigo y han sido felices. Santa Teresa de Jesús fue una de esas buenas personas. Así se expresaba: “Que toda mi ansia era, y aún es que, pues tiene tan pocos amigos, que esos fuesen buenos”. Ser amigo de Jesús conlleva tener sus sentimientos y pensa­mientos, amoldarse a su vida.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.