"Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?".
Ellos le respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?".
Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día".
(Jn. 1, 38-39)

Vivo, a pesar de todo



A los dos años una escarlatina dejó ciega, sorda y muda a Helen Keller en 1882. Sin embargo, con una constancia y ánimo ejemplar, se graduó de bachiller a los 42 años. Dictó conferencias, escribió libros y, lo más importante, abrió nuevos horizontes y caminos a los limitados e incapacitados.
El ser humano padece de desánimo. Y lo más grave no es estar sin fuerzas; lo peor es quedarse ahí sin mover un dedo para levantarse. Es entonces cuando, más que nunca, se necesita la ayuda del Espíritu para iluminar, alentar, dar vida.
La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es “Señor y dador de vida”, Aquél en el que Dios se comunica a los hombres. El Espíritu Santo nos es dado con la nueva vida que reciben los que creen en él, según nos lo explica el evangelista Juan en el relato de la Samaritana. Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14) por quien el Padre vivifica a los seres humanos, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (Rm 8,10-11).
Con el Espíritu Santo nos viene la plenitud de los dones, destinados a los pobres y a todos aquellos que abren su corazón al Señor. Nos da sus dones y se da Él mismo como don, ya que es una Persona-don.
Al dejar este mundo Jesús pidió al Padre el Espíritu Paráclito para que estuviese con nosotros siempre. Él fue el Consolador de los apóstoles y de la Iglesia. Él sigue siendo el Animador de la evangelización, y el que venda y consuela los corazones desgarrados.
Cristo fue ungido por el Espíritu y entrega este mismo Espíritu a los apóstoles. Él “os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26). El Espíritu ayuda a comprender. Su enseñanza no es fría, sino que compromete con la vida haciendo nuevos testigos. Todos aquellos que reciben el Espíritu Santo obtienen fuerza para ser testigos por toda la tierra.
Con la llegada del Espíritu los apóstoles se sintieron llenos de fortaleza. Así comenzó la era de la Iglesia. Ahora el Espíritu de Dios con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra.
“Si Jesucristo no constituye su riqueza, la Iglesia es miserable. Si el Espíritu de Jesucristo no florece en ella, la Iglesia es estéril. Su edificio amenaza ruina si no es Jesucristo su arquitecto y si el Espíritu Santo no es el cimiento de piedras vivas con el que está construida. No tiene belleza alguna si no refleja la belleza sin par del rostro de Jesucristo y si no es el árbol cuya raíz es la Pasión de Jesucristo. La ciencia de que se ufana es falsa, y falsa también la sabiduría que la adorna, si ambas no se resumen en Jesucristo. Toda su doctrina es una mentira si no anuncia la verdad que es Jesucristo. Toda su gloria es vana si no la funda en la humildad de Jesucristo. Su mismo nombre resulta extraño si no evoca en nosotros el único Nombre. La Iglesia no significa nada para nosotros si no es el sacramento de Jesucristo” (H. De Lubac).
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

El pan de vida


Había un capitán de un barco que todo lo que tenía de sabiduría le faltaba de dominio propio. A pesar de que comulgaba todos los días, no lograba dominar su genio. Cansados los marineros de soportarle, le dijo uno de ellos: “Más valdría que no comulgara, ya que nos trata así”. A lo que el capitán respondió: “Gracias a que comulgo cada día porque, si no, los hubiera tirado a todos al mar”.
La Eucaristía es comida, fuerza para navegar por la vida. La forma que Cristo pensó para darse en la Eucaristía fue la comida. Comer y beber con otros, sobre todo para las culturas orientales, están cargados de un gran significado. 
El pueblo judío practicó el lenguaje simbólico de la comida. Cada año celebraban en la cena pascual la salvación del éxodo. 
Jesús se sirvió del lenguaje “comer con” en su anuncio del Reino. Él comparte la mesa con otros: Lázaro, Mateo, Simón, Zaqueo... Los discípulos tuvieron el privilegio de comer con el Resucitado (Hch 10,40-42). 
En nuestras comidas sellamos nuestra amistad, contratos, negocios... Invitamos a comer a un amigo, a alguien que queremos que nos conozca. 
La Eucaristía es comida. Necesitamos comer y beber para alimentarnos, poder vivir y trabajar. Compartir la misma mesa conlleva amistad, familiaridad. Esto mismo Pablo lo aplicará en sentido espiritual: “Somos un pan y un cuerpo, porque todos participamos del mismo Pan” (1 Co 10,16). 
Cristo en la comida pascual escogió el pan y el vino. El pan es la comida común en muchas culturas. Es símbolo de hambre y de alimento, de alegría, de fuerza. Es fruto de la tierra y del trabajo del ser humano. Éste tendrá que “ganar el pan con el sudor de su frente”. 
Jesús es el pan de vida. Lo repite Juan varias veces en el capítulo sexto de su evangelio: “Si uno come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). El que come a Cristo tendrá la vida que brota de él, vida abundante, vida verdadera y vida eterna. El que no come su carne ni bebe su sangre no tiene vida. Sin él, sin estar unido a él, no se puede tener vida. 
Quien come a Cristo aumenta la fe; para comerlo se necesita fe. La Eucaristía no es el algo mágico; sólo tiene sentido desde la fe en el Hijo del Hombre y en la acción del Espíritu. 
“El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6,56). Somos lo que comemos; nos convertimos en lo que comemos. Quien come a Cristo permanece en él, en su amistad, en su amor. La Eucaristía nos cristifica, nos hace cristianos. 
La Eucaristía no sólo es comida y bebida, es también reunión de creyentes. Al comulgar con Cristo hemos de comprometernos a comulgar con los hermanos. Es fácil decir sí a Cristo, pero es más difícil decir sí al hermano. No puede haber Eucaristía sin fraternidad, sin una actitud de apertura, de entrega y de unión con los demás.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Profesión de la Hermana Flora del Corazón de Cristo

El pasado sábado 8 de junio la Hna. Flora del Corazón de Cristo profesaba en el convento de nuestras Madres Carmelitas de Toro.





El Hno. Jesús, que asistió a la celebración, nos cuenta: 

"Como todas las primeras profesiones resultó muy entrañable y por supuesto fue un lujazo el acompañamiento musical de la eucaristía.
A la celebración acudieron muchos seglares de Granada que conocían a Flora, como podéis ver en las fotos.
No solo queda el testimonio de Flora sino el de todos aquellos seglares que nos acompañan con sus oraciones, con su corazón y con su presencia".









Damos gracias a Dios por el "SÍ" de nuestra hermana, y le pedimos que la bendiga y haga cada día más fructífera su entrega.

Luz para el camino


La noche del 5 de abril de 1754 moría Catalina Thomas.
En el cuarto había tal oscuridad que alguien suplicó: Por favor, ¿quién trae una vela? La moribunda aclaró: “Traigan alguna luz para ustedes; para mí el sol está brillando como nunca”.
Jesús es la luz para nuestra noche. “Yo soy el camino” (Jn 14,6), dijo Jesús. El camino de vida, de bendición. Juan lo mostró al mundo como el camino por donde tendría que ir la humanidad, camino recto. Quien quiera transitar por caminos de vida, tendrá que caminar con él y por él.
El ser humano es un ser en camino, eterno peregrino a la casa del Padre. En esta marcha se encuentra con encrucijadas: caminos que conducen a la vida y caminos que conducen a la muerte. Y se presentan peligros, riesgos, dificultades de todo tipo. Para superarlos y no ceder al cansancio ni al desaliento, es necesario tener los ojos bien fijos en la meta y estar bien motivados. El ser humano está en continua elección: escoger la vida y seguir por el camino recto, estrecho y empinado, o escoger lo fácil, el camino de muerte.
Para no ir a tientas ni a oscuras, es necesaria la luz. La luz disipa la tiniebla sin violencia, con sólo su presencia. Esa luz es, a veces, una persona, ángel de luz; otras, un impulso que brota dentro de la misma vida. Pero la luz, sobre todo, viene de lo alto, de Dios. Él es la luz de las naciones” (Is 42,6). Jesús es la luz del mundo. El Espíritu es llama que alumbra y calienta. 
Gilles Farcet, escritor francés, ha escrito: “Si el camino no se vive en lo cotidiano, ¿dónde podrá vivirse? ¿Acaso alguien ha respirado alguna vez en otro sitio que no sea aquí y ahora?”. Aludiendo a lugares de elevada reputación espiritual, lejos de las actividades de todos los días, añade: “Mis estancias en esos ‘lugares de elevación espiritual’ sólo tienen sentido en la medida en que me ayudan a recuperar, en el corazón mismo de mi cotidianeidad, la dimensión sagrada que sólo mi ceguera espiritual me impide percibir... Fuera del instante, no hay salvación”.
Para poder caminar, es necesario gritar como Simeón el Teólogo: “¡Ven, luz verdadera! ¡Ven, vida eterna! ¡Ven, misterio escondido! ¡Ven, luz sin ocaso! ¡Ven, resurrección de los muertos! ¡Ven, tú que permaneces siempre, pero que atraviesas las horas!”. 
El Señor nos conduce de las tinieblas a la luz; más aún, nos transforma en luz para cerrar definitivamente las puertas a la noche.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Terapia para una vida saludable


En una gran ciudad, un investigador preguntaba a los transeúntes si eran supersticiosos o no. Nueve de cada diez respuestas eran negativas.
No muy lejos se había arrimado una escalera contra una fachada. La mayoría de los que habían proclamado su rechazo a la superstición procuraban no pasar por debajo de la escalera.
¿En quién y en qué cree la gente? ¿A dónde acude para buscar salud? ¿Qué hace? ¿Tiene que ver algo la fe con la salud de las personas?
Uno de los aspectos más importantes de la vida es la salud, y es una de las principales preocupaciones. Así lo expresa el pueblo: “Lo primero es la salud”, “la salud no se paga con nada”.



Jesús recorría ciudades y aldeas sanando toda enfermedad y dolencia” (Mt 9,35).
Los enfermos buscan a Jesús, quieren verlo, hablar con él, tocarlo. La palabra y el gesto de Jesús son sanadores. “La terapia que Jesús pone en marcha es su propia persona” (H. Wolff).
Los evangelistas hablan de la “fuerza sanadora” que salía de Jesús y curaba a todos (Lc 6,19). Si hace el bien y sana es porque vive “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo” (Hch 10,38). Por eso, sus manos son bendición de Dios (Mt 19,13-15) y sus palabras, espíritu y vida” (Jn 6,63). Encarna al Dios amigo de la vida.
Jesús vino para salvar, para dar vida y vida en abundancia (Jn 10, 10). Lo que Jesús busca es reconstruir toda la persona, sanando la mente y el corazón. Lo que desea es que seamos como los árboles sanos que dan frutos buenos: “Por sus frutos los reconoceréis” (Mc 7,20).
Jesús entiende la salud como liberación de las fuerzas del mal. Dice a la mujer esclavizada por Satanás: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad” (Lc 13,12). Con la sanación devuelve a los enfermos la paz y el gozo.
Para sanarse Jesús sólo exige creer y querer. Dice a la hemorroisa: “Tu fe te ha salvado” (Mc 5,34). Esta fe conlleva querer sanarse. Jesús pregunta: “Quieres curarte?” (Jn 5,6), es decir, querer cambiar y no volver a las viejas actitudes... La salud que Jesús promueve, favorece al ser humano por completo. Él es fuente de vida y salvación. 
Decía C. G. Jung: “Acercarse a lo sobrenatural es verdadera terapia”. En la experiencia de comunión con Dios la persona goza de salud desbordante. Creer en el amor incondicional de Dios es la mejor terapia para curarse de todas las enfermedades y complejos. Quien ama, goza de la vida y comunica vida. “Haz eso (ama) y vivirás” (Lc 10,28).
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

P. Ángel Sánchez, OCD.


El P. Ángel Sánchez, P. Ángel Mª de la Cruz es su nombre religioso, es actualmente el Secretario Provincial de la Provincia de Castilla. He aquí el testimonio de su relación con Dios:


¿Qué rasgo de Jesucristo te seduce?
"Hablar de solo un rasgo o faceta del Señor resulta costoso y más cuando perteneces a la familia del Carmelo Descalzo en la que continuamente nos engolosinan presentándonos al Todo y nos animan a ser audaces y escogerlo todo.
Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, de quienes voy a tomar muchas expresiones para decir mi testimonio, han experimentado que en Cristo hallamos aún más de lo que pedimos y deseamos. Nos exhortan a que le miremos, a que pongamos los ojos totalmente en él, sin querer otra cosa. Y si así lo hago, me viene a la mente y al corazón su modo de ser, estar y comunicarse en el silencio y desde el silencio.
Silencio en el seno del Padre, donde está escondido, y en el vientre de la Virgen María. Lo percibo en su nacimiento en la noche de Belén y ese crecer en la vida oculta de Nazaret. Le acompaña al caminar, subiendo a Jerusalén, sembrándose en palabras y obras. Es suma desnudez, aniquilamiento y vacío en su pasión, hasta encumbrarse sobre un árbol donde abre sus brazos con “el pecho del amor muy lastimado”. Silencio que envuelve su triunfo en la resurrección y se prolonga en este “vivo pan”, en donde “se está llamando a las criaturas”.
Cada vez que en el Evangelio contemplo a Jesús callado, espero. Espero su fortaleza y fidelidad a la voluntad del Padre en el desierto, su promesa de agua viva junto al pozo en Samaria, su abrazo misericordioso respondiendo a mi pecado y acusaciones condenatorias, su oración sacerdotal y entrega al levantarse de lavar los pies a los apóstoles... Cada vez que en la vida y en las personas dejo de escuchar su voz o descubrir su figura, quiero decir confiado: ¡Salgamos tras él clamando! Y espero porque sé que nos está mirando, que su mirar es amar y si sus palabras son obras, también su mirar. 
Despacio, poco a poco -es mi modo de caminar por vías de carne y tiempo- voy cayendo en la cuenta de su Verdad y la mía. Si no llego a escucharle no es porque se haya vuelto a abrir ese abismo que ha recorrido para estar conmigo o abandone y dé por perdido a este su hijo y hermano. Él siempre está comunicando su amor, buscando, “mirando y remirando” por dónde volverme a él, pagando con bienes mis muchos males. ¿Entonces por qué tanto silencio, buscado o soportado? Si la luz divina, por ser en exceso, es ceguera para el hombre, la presencia de esta Hermosura que excede a todas las hermosuras, el sonar de su música callada,  se muestra como ausencia y mutismo. También puedo ser yo quien, en ciertas ocasiones, al cerrarme, le fuerce a dejar de hablar, a retirarse, pero siempre estará más cerca y dentro de mí que yo mismo.

Este ser, estar y comunicarse de Jesucristo me atrae. En él quiero entrar, esconderme para encontrarle. Ser trasformado, para con un poquito de su puro amor, aprovechar a la Iglesia y a nuestro mundo. “Una palabra habló el Padre, que fue su hijo y ésta habla siempre en eterno silencio y en silencio ha de ser oída del alma” (S. Juan de la Cruz, Dichos de Luz y Amor, 99). Pues que así sea... ¡Callar y obrar!"
P. Ángel Sánchez, OCD.

Mira al que te mira


Era ciclista. Un día le invitó al Señor a subir con él a su bici para que lo ayudara a pedalear. Cuando veía que ya no podía más, sentía que el Señor le miraba y le invitaba a seguir pedaleando... 
Dios irrumpe en nuestra vida, en nuestro trabajo, en la familia, en la sociedad. A veces lo sentimos, percibimos su mirada; otras, las más, pasa desapercibido. 
Dios y Jesús nos miran. Y nosotros hemos de aprender a mirar como Dios nos mira. Si nuestra mirada está dañada, si nuestros ojos no reciben su luz y su amor, no podremos ver a Dios ni sus obras. 
El Evangelio nos habla de las miradas de Jesús en los encuentros con la gente. Jesús vio a Natanael cuando estaba debajo de la higuera (Jn 1,48). Y a Pedro le mira con amor, con una mirada totalmente cariñosa, benevolente, misericordiosa, sin ninguna intransigencia (Lc 22,61). Y más allá del pecado, mira también al buen ladrón; desde esta mirada ya empezó el paraíso (Lc 23,43). Y Jesús miró con amor a la Magdalena, a la adúltera, al centurión, a los ciegos, a los leprosos, a los pobres, a los pecadores... 
Un día se le acerca un joven excelente, entusiasta, con deseos de Dios y de perfección. Jesús, “fijando en él su mirada, le amó...” (Mc 10,21).
Zaqueo trataba de ver quién era Jesús. En este deseo hay algo de esperanza, ilusión, utopía, pero mucho de curiosidad por conocer al Señor. Quizás quería ver a Jesús sin ser visto. “Se subió a una higuera para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: “Zaqueo, baja pronto porque conviene que hoy me quede en tu casa” (Lc 19,5). Una mirada de Jesús cambió a aquel hombre rico.
La mirada del Maestro cautiva, arrastra, seduce. El secreto de una vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, confiar en él y tener la valentía de arriesgarlo todo, porque lo que no es Jesús resulta superfluo. 
Una mirada es algo muy sencillo, pero puede cambiar a una persona: puede transformar un deseo, puede sostener el peso de un anciano, puede llenar de felicidad al decaído, puede eliminar el odio más escondido, puede ser la chispa que encienda una nueva vida, puede cambiar hasta el corazón más empedernido. Una mirada de amor cura la herida más profunda, pone alas a los sueños olvidados, levanta al decaído, da confianza al tímido. 
A veces nos encontramos ciegos. Nos ciega la vida con sus luces de colores, el dinero, la moda, la fama... Caemos en la trampa de la propaganda, de lo fácil, del placer, del consumo... Necesitamos luz para caminar, abrir los ojos a Dios. Si el mirar de Dios es amar, como decía san Juan de la Cruz, debemos aprender a mirar como Dios, como Jesús, para hacer de este mundo un paraíso.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Mirar a Jesús


Cierto día, el Cardenal Weisman discutía con un inglés utilitarista sobre la existencia de Dios. A los argumentos del religioso, respondía el inglés con mucha flema: “No lo veo, no lo veo”.
Entonces, el Cardenal tuvo un rasgo ingenioso. Escribió en un papel la palabra “Dios” y colocó sobre ella una moneda. Le preguntó:
– ¿Qué ves?
– Una moneda.
– ¿Nada más?
Muy tranquilo, el Cardenal quitó la moneda, y le preguntó de nuevo:
– Y ahora, ¿qué ves?
– Veo a Dios.
– Entonces, ¿qué es lo que te impide ver a Dios?
El inglés se calló como un muerto. El dinero, a veces, nos impide ver a Dios y a Jesús.
¿Quién era Jesús? ¿Cómo era Jesús?
Para enseñar a la gente, Jesús utilizaba símbolos y parábolas. Para decirnos quién es usó símbolos. Por ejemplo: “Yo soy la puerta” (Jn 10,9), “yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12), “yo soy el buen pastor” (Jn 10,11).
Pero a las personas no las conocemos por lo que dicen, sino por lo que hacen. Jesús estaba unido al Padre y ungido por el Espíritu. El Padre lo envió a anunciar la Buena Nueva, a proclamar la liberación, a dar vista a los ciegos, a proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4,18-19).
Él vino, sobre todo, para los casos difíciles, para “salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). Se pasó toda la vida haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él (Hch 10,38). 
A Jesús le seguía mucha gente por distintos motivos: por curiosidad, porque les daba de comer, porque curaba, por los milagros que hacía... Las masas lo quisieron hacer rey, pero también pidieron su cabeza.
Hubo un grupo de amigos incondicionales, decían ellos, que comieron y vivieron con él; pero a pesar de su buena voluntad, lo abandonaron en el momento de la persecución. Recibieron del Maestro la misión de hacer lo mismo: ir por todo el mundo anunciando la Buena Nueva (Mt 28,20).
A unos y a otros les indicó que lo más importante era buscar a Dios, su Reino (Lc 12, 26). Les repitió muchas veces que no tuvieran miedo, que no dudaran, que creyeran de verdad (Jn 8,46). Dio ejemplo de amor, amó hasta el final y fue lo único que dejó como consigna: “Amaos como yo os he amado (Jn 13,34-35).
Es importante mirar a Jesús, pero es mucho más importante dejarse mirar por él, encontrarnos con su mirada. Al encontrarnos con su mirada, ésta nos hará contemplar nuestra vida y quitar todo aquello que no nos deja ver a Dios. 
“Mantengamos fijos los ojos en Jesús” (Hb 12,2) para tener los mismos pensamientos y sentimientos que el Maestro.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Búsqueda y encuentro


Hay encuentros planificados y los hay fortuitos. El encuentro de san Cristóbal con Jesús fue muy especial. Un niño le pidió que lo llevara al otro lado del río. Cristóbal aceptó con mucho gusto y lo colocó sobre su hombro. Al preguntarle por qué pesaba tanto, el niño le respondió: “Es que soy el Creador del mundo. Soy Jesús, que he tomado la forma de niño para que tuvieras el gusto de llevarme sobre tus hombros”.
Jesús sale a nuestro encuentro y se “disfraza” de mil formas para enamorarnos, para que nos encontremos con él a gusto. Es entonces cuando se cumple lo que dice Jeremías: “Me buscaréis y me hallaréis, cuando me solicitéis de todo corazón” (Jr 29,13).
Toda nuestra vida es búsqueda y encuentro. A veces buscamos y no encontramos; otras, las menos, encontramos sin buscar.
La búsqueda nace del deseo, de querer algo que nos inquieta o interesa. Es el corazón el que mueve, empuja y dispone para el encuentro. Es en el corazón donde se producen todos los encuentros. Es el motor de la búsqueda y del encuentro. Quien busca de corazón, encuentra, porque pone alma y vida.
Muchas veces buscamos a tientas, sin ser conscientes de lo que queremos. Deseamos sin desear, navegamos sin saber a dónde, andamos a gatas en la noche. Y claro, no encontramos. No encontraremos hasta que no nos dejemos motivar por Dios, hasta que no caigamos en la cuenta de que Él es el que nos busca desde toda la eternidad. Cuando nos encontramos con Él, nos encontramos con nosotros mismos y con los otros. Dejamos de huir, aunque seguimos heridos y llagados por el mismo encuentro.
¿Cómo sabemos que Dios nos busca? Dios nos busca cuando sentimos inquietud interior o una soledad que no podemos nombrar. También a través del diálogo, de la visita, de la oración, emergen preguntas y respuestas que van llenando la vida de sentido, de alegría y paz, de esperanza para seguir buscando en momentos de oscuridad.
¿Cómo sabemos que estamos buscando a Dios? Hay síntomas como reflexionar sobre lo que nos mueve por dentro, que nos permite enfrentarnos a toda clase de miedos, ansiedades y preocupaciones. Buscar a otros semejantes que desean lo mismo...

La Escritura nos habla de esta búsqueda y encuentro, de personas buscadas y encontradas por Dios. Zaqueo, ansioso y curioso por conocer a Jesús, inicia esta búsqueda sin medir las consecuencias. De repente Jesús lo mira y le dice: “Zaqueo, date prisa y baja, porque hoy voy a tu casa” (Lc 19,1-10). Una mujer llevaba enferma viarios años. Buscaba el encuentro con Jesús. Un día se decidió, “vino por detrás y le tocó el manto” (Mc 5,27). Otra mujer lo buscaba sin darse cuenta. Buscaba la verdad, la alegría, la felicidad y la vida, pues nadie se las había dado. Cuando se encontró con Jesús, inmediatamente corrió a decir lo que le había ocurrido (Jn 4,1-42).

El camino de búsqueda y encuentro es un viaje lento y complejo que exige mucha fe, paciencia y perseverancia.

P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Ser instrumentos de paz



Eran dos sacerdotes que prestaban sus servicios en dos parroquias cercanas. Aunque los dos habían recibido la misma misión, no se comportaban igual ante las bodas. El primero iba recogiendo los granos de arroz para echárselo en cara a los feligreses. El segundo también los almacenaba, pero para darles una paella cada año.

La misma situación, la misma realidad puede provocar en nosotros sentimientos de ira o de amor. Y ante cualquier realidad Jesús nos dice: “Dichosos los constructores de paz porque ellos heredarán la tierra” (Mt 5, 5).
Todos anhelamos la paz. Los filósofos, desde la antigüedad, tenían cuatro grandes aspiraciones:
– superar la falta de paz, propia del vivir en la superficie de las cosas;
– superar la falta de paz, en medio de un mundo de continuos cambios y movimientos;
– superar la falta de paz, ampliando el horizonte, en busca de una visión de conjunto;
– superar la falta de paz, causada por las contradicciones de la vida diaria: buscar la armonía profunda.
Hay que vivir en paz con el propio cuerpo, con el lenguaje, con la propia biografía, con la edad, con la conciencia, con la vida. Puede ayudarnos a conseguir la paz, el tener en cuenta el último sermón de Buda a sus discípulos. En él se habla de ocho aprendizajes que conllevan las correspondientes revelaciones: aprender a desear, aprender a conversar sin discutir, aprender a perseverar en el camino interior, aprender a vivir en el tiempo sin obsesionarse por él, aprender a relacionarse con todo y con todos contemplativamente; aprender a saborear la soledad, aprender a no exagerar, aprender a cultivar la sabiduría lúcida y compasiva.
Dentro de nosotros se gesta la paz o la guerra, de nuestras actitudes y relaciones con los demás depende el futuro de la humanidad. La paz, como la vida, escuchamos con frecuencia, están gravemente amenazadas. El poder destructor de muchas naciones es enorme. El mundo está dividido, ricos y pobres, divisiones raciales, divisiones nacionales y culturales, las injusticias son enormes. La gravedad del momento exige una revolución de amor.
Nadie, desgraciadamente, puede devolver la paz a los que murieron en la guerra. Nadie puede reparar el dolor y curar la herida de la familia destrozada por la muerte de un ser querido. Ojalá en cada amanecer pueda seguir colgado un letrero que diga: aquí queremos paz y vivimos en paz.

La paz es fruto de la justicia y del amor. Un gesto habla más que mil palabras y así se hace en el momento de la Eucaristía. Con el gesto de la paz nos preparamos para la comunión. Antes de recibir a Jesús nos damos unos a otros la paz. El gesto de la paz ha cambiado en la historia hasta llegar a su forma actual. Los primeros cristianos se daban en la celebración el famoso beso de la paz, del que habla San Pablo (Rm 16,16).
El Misal describe así la intención del gesto de paz: los fieles “imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para toda la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad antes de participar de un mismo pan”. ¿De qué paz se trata? José Aldazabal nos apunta que se trata de la paz de Cristo. Es la paz de Cristo. No una paz que conquistamos nosotros con nuestro esfuerzo, sino que nos concede el Señor. No es una paz humana, se trata de la paz de Cristo: “la paz os dejo, mi paz os doy”. La paz es, sobre todo, don del Espíritu. 
Es un gesto de fraternidad cristiana y eucarística. Un gesto que nos hacemos unos a otros antes de atrevernos a acudir a la comunión: para recibir a Cristo nos debemos sentir hermanos y aceptarnos los unos a los otros. Vista así, la actitud de fraternidad en Cristo es el fruto principal de la Eucaristía. El que nos une en verdad –por encima de gustos, amistades e intereses- Cristo Jesús, que nos ha hecho el don de su Palabra y ahora el de su Cuerpo y su Sangre. La actitud de fraternidad se exige para la comunión y ésta nos lleva a compartir, pues aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque participamos de un mismo Pan (1Co 10, 17).
Es una paz universal: sea quien sea el que está a nuestro lado –un anciano, un niño, un amigo, un desconocido- nuestra mano tendida y nuestra sonrisa es todo un símbolo de cómo entendemos la paz de Cristo. Cristo se entrega a todos por igual. Comulgar con Cristo conlleva comulgar con los otros y terminar con toda clase de barreras y divisiones.
Es una paz en construcción, nunca del todo conseguida. Los cristianos piden la paz, al mismo tiempo que se comprometen a ella como a una tarea. El darse la paz es más que un gesto, es un compromiso de buscar y trabajar por la paz. Jesús, el Príncipe de la Paz, ha venido a traernos la paz y a hacer de cada cristiano un instrumento de paz.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.


Mantener vivo el fuego del Espíritu Santo, del Amor de Dios. He ahí la misión del carmelita descalzo.

Ojos abiertos



    Yashoda es la madre de Krishna, la encarnación de Dios más popular, querida y venerada en la India. Ella lo cuidó mientras era niño, adolescente, joven, con todo el cariño de madre y de creyente. Creció Krishna y le llegó el momento de dejar su casa, su pueblo y a su madre para predicar, ayudar y redimir a su pueblo.
      Al despedirse, su madre le pidió una gracia: “Que siempre que cierre los ojos, te vea”. Krishna le contestó: “Te concedo una gracia mejor: Que siempre que abras los ojos, me veas” (Carlos G. Vallés).
       “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lc 24,5).
       Es imposible ver a Dios con los ojos cerrados, si no se mira con unos ojos resucitados. Con éstos se puede descubrir al Cristo que vive en cada persona y en cada acontecimiento.
       Cristo ha resucitado, venció la tiniebla, el pecado, la muerte. No hay lugar para el miedo ni para la tristeza. La vida ha triunfado y es posible que el amor y la paz florezcan en cada hogar y en la sociedad.
       Creo que Cristo ha resucitado, que vive en mí: no sólo pasa por mí, sino que habita en cada parte de mi ser. Él hace posible que yo sea una persona nueva, llena de esperanza, testigo de la resurrección, la vida y la victoria.
      “María Magdalena dijo a los discípulos que había visto al Señor” (Jn 20,18). Quien ha experimentado la fuerza del resucitado como María, no puede guardar esta experiencia para sí; siente la necesidad de comprometerse en la hermosa tarea de luchar contra una cultura de violencia y de muerte, de injusticia y de esclavitud; siente la necesidad de contagiar nuevos ideales, llenarlo todo de vida y de amor para alentar lo que va naciendo y resucitar lo que va muriendo.
      “Sólo hay un medio para saber hasta dónde se puede llegar: ponerse en camino y avanzar” (Bergson). Sólo hay un medio para resucitar: abrir los ojos y el corazón para encontrarse con el Resucitado. Él hace que surjan personas capaces de servir, compartir, unir, pacificar...
            “Cuando el Señor resucita,
            la esperanza es una fiesta,
            se hace joven, se hace niña,
            canta y danza en hora buena.
            Cuando el Señor resucita,
            la paz es una paloma
            que vuela en cruz por los cielos,
            cubriéndonos con su sombra.
            Cuando el Señor resucita,
            se convierte el agua en vino,
            y todos quedan borrachos
            del amor y del Espíritu”.
                                        (Rafael Prieto)
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Templos de Dios



     "Recuerdo que mi madre me decía: “Mira, aquí está Dios”. Tenía temblor su voz cuando lo mencionaba.  Y yo buscaba al Dios desconocido en los altares, sobre la vidriera en que jugaba el sol a ser fuego y cristal. Y ella añadía: “No lo busques fuera. Cierra los ojos y oye su latido. Tú eres, hijo, la mejor catedral" (Martín Descalzo).
     Dios habita en nosotros siempre y en todas partes. ¿Por qué no enseñar esta verdad fundamental a todos?   Dios, Creador y Padre, está presente en cada uno de sus hijos, está atento a todos sus pensamientos, proyectos y actividades. No se extraña de nada. Nada le altera. Es lento a la ira, rico en paciencia y bondad.
     Dios nos ha creado a su imagen y semejanza (Gn 1,26). Y no nos ha abandonado; sigue cuidándonos y alimentándonos. Vela por nosotros.
     Tal bondad no depende de nuestro comportamiento. Él hace salir el sol sobre buenos y malos... Y si viste de belleza a los lirios del campo y alimenta a los pájaros del cielo, ¿qué no hará por nosotros, sus hijos (Mt 6,26-30), infinitamente superiores a las flores y animales?
     Dios está presente en cualquier ser humano. Lo sienten cercano y amigo todos aquellos que creen en Él. Por medio de su Espíritu nos ofrece sus dones: amor, paz, gozo, amabilidad, bondad, paciencia, fidelidad, equilibrio, dominio propio (Gá 5,22)... Sólo hace falta creer en Él y dejarle libertad para darnos un “corazón de hijo” rescatado del pecado por la sangre de Jesús (Gá 3,26).
     Creer en la presencia de Dios ayuda a orientar la vida, a sobrellevar los golpes duros, a vivir, como Jesús, unidos al Padre y volcados hacia el prójimo. Vivir en su presencia estimula el amor, la fuerza y el entusiasmo en cada momento.
     ¿Quién o qué cosa nos podrá separar de Dios? Ni la muerte, ni la vida, ni el presente, ni el futuro... nada nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Jesucristo (Rm 8,35-39).
            “Cristo conmigo,
             Cristo dentro de mí,
             Cristo delante de mí...
             Cristo en mi casa,
             Cristo en la calle,
             Cristo en el camino,
             Cristo en mi puesto de trabajo...
             Cristo conmigo
 y yo con Cristo
             siempre y en todas partes”.
(San Patricio)  
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Cristo, el nombre propio de la esperanza



Cada cuatro segundos muere una persona de hambre en el mundo. Cinco millones de niños mueren de hambre al año. Al año son ocho millones según la FAO, cinco de los cuales son niños…
«El infierno son los otros»: esta conocida frase de Sartre resume como pocas el vacío y el nihilismo modernos. En 1968, en la época en que el autor francés desarrolló su obra, un joven teólogo alemán Joseph Ratzinger pronunciaba en Munich una conferencia en la que defendía lo contrario: el infierno es estar solo….
El mundo está mal. Una parte de la humanidad vive encerrada en su egoísmo, ignorando que la inmensa mayoría de la población mundial carece de los más elementales recursos para sobrevivir. La poesía de León Felipe (¡Qué pena que este camino fuera de muchísimas leguas…!) parece dar la razón al pesimismo.
Sin embargo, por otra parte vemos signos de esperanza. Pueblos y personas que dicen no a la guerra y sí a la no-violencia; personas pobres que comparten lo poco que tienen con los que son aún más pobres; padres y madres que defienden la vida y dan la vida por sus hijos… Todos ellos son estrellas en la noche, rayos de la esperanza que necesita la humanidad.
Los tiempos en que vivimos son desconcertantes. La gente se siente desorientada, insegura y sin esperanza. Por una parte constatamos los avances de la ciencia y la tecnología; por otra, experimentamos la imposibilidad de luchar contra un sistema que nos domina y que produce injusticias, guerras, desigualdades y pobreza. El egocentrismo encierra en sí mismas a las personas y los grupos, reaparecen conflictos étnicos y actitudes racistas y xenófobas, se acrecienta la competitividad en el trabajo. Este desánimo genera miedo a afrontar el futuro e impide tomar decisiones definitivas, de por vida.
Pero el ser humano no puede vivir sin esperanza y sigue aferrándose a todo lo que le prometa un futuro mejor. Muchos consideran al ser humano como centro absoluto de la realidad, haciendo que ocupe el lugar de Dios. Todos necesitamos esperanzas pequeñas, pero sobre todo, necesitamos vivir con los ojos puestos en la gran esperanza: Cristo. La esperanza nos salva y «en esperanza fuimos salvados», dice san Pablo a los Romanos y también a nosotros (Rm 8, 24). Gracias a una esperanza firme podemos afrontar todos los obstáculos que se nos presentan en el presente y vivir confiando en Dios «No os aflijáis como los hombres sin esperanza» (1 Ts 4, 13).
Vivir la esperanza cristiana es abandonarse en las manos del Padre, acoger el futuro como un don de Dios, responder amorosamente al Dios que nos ama. San Pablo sintetiza el contenido de la vida cristiana en la fe en la resurrección de Cristo, la esperanza en la salvación futura y en amor como Cristo, que ha cumplido y realizado su amor en servicio de todos.
Vivir en la esperanza y de la esperanza es creer fuertemente en Dios; pase lo que pase, Él cuida y vela por nosotros.
«No andéis buscando qué comeréis ni qué beberéis, ni estéis ansiosos. Porque son los paganos quienes buscan estas cosas con afán. Como vuestro Padre ya sabe que las necesitáis, buscad su Reino, y se os darán por añadidura. No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el Reino» (Lc 12, 29-32).
Las palabras del papa Benedicto XVI son de una gran luz: «La certeza de que Cristo está conmigo, de que en Cristo el mundo futuro ya ha comenzado, también da certeza de la esperanza. El futuro no es una oscuridad en la que nadie se orienta. No es así. Sin Cristo, también hoy el futuro es oscuro para el mundo, hay mucho miedo al futuro. El cristiano sabe que la luz de Cristo es más fuerte, y por eso vive en una esperanza que no es vaga, en una esperanza que da certeza y valor para afrontar el futuro… Queremos que acabe este mundo injusto… Queremos que el mundo cambie profundamente, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto. Pero ¿cómo podría suceder esto sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará un mundo realmente justo y renovado».
Cristo es nuestra esperanza, no hay por qué temer. «Porque Él entró en el mundo y en la historia, porque él quebró el silencio y la agonía, porque llenó la tierra de su gloria, porque fue luz en nuestra noche fría» (Yves Raguin).
Jesús hizo de la esperanza de los pobres el centro de sus promesas. La buena noticia del Reino era para todos, pero sobre todo para los alejados de las esperanzas humanas. La existencia de futuro para la esperanza de los pobres es revelación gozosa del Evangelio de Jesús. El Dios de la esperanza es el Dios de los pobres y pequeños. Su fuerza habita en toda buena noticia, anuncio de esperanza para ciegos, cautivos, oprimidos y pecadores .
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Sembrar esperanza



Cada día, dice Susanna Tamaro, los pájaros se despertarán en la copa de los árboles a la misma hora, cantarán de la misma manera y apenas hayan terminado de cantar, irán en busca de alimento. En cambio, para los seres humanos todo será diferente. Tal vez se apliquen con buena voluntad a la construcción de un mundo mejor. ¿Ocurrirá eso? Tal vez, pero acaso no.
A pesar de todos los adelantos, el mundo parece un inmenso vacío donde la persona se siente sola y desamparada. Las falsas esperanzas nacen por todas partes y, como éstas no pueden llenar el corazón humano, surge un mundo sin esperanza. Las personas no esperan mucho de la sociedad, de los demás, de sí mismas. El mal humor, la tristeza se hacen cada vez más presentes, el cansancio se adueña del alma; desaparece la alegría y las personas no saben dónde encontrar fuerzas para vivir.
La falta de esperanza se manifiesta en una falta de confianza. Una sociedad sin esperanza es una sociedad sin futuro. Si matamos la esperanza de los débiles, de los marginados y los que no cuentan, enterramos la vida. El abrirnos a Dios y a los demás, los más desesperanzados, puede darnos energías para contagiar y sembrar esperanza. Dios nos ha regenerado por medio de la resurrección de Jesús a una esperanza viva (1 P 1, 3).
Alguien dijo que la «esperanza es el sueño de un hombre despierto». «La virtud que más me gusta, dice Dios, es la esperanza… Esa pequeña esperanza que parece una cosita de nada, esta pequeña niña esperanza inmortal». En estos conocidos versos de Charles Péguy nos mostraba a Dios sorprendido por la esperanza. No le resulta sorprendente a Dios la fe y la caridad. En la Biblia vemos cómo Dios espera en los seres humanos y a los que esperan en Él les brotan las fuerzas.
Cada día nace el anhelo de buscar un porvenir más humano y más justo. «Si no se espera, no se dará con lo inesperado», afirmaba Heráclito. Pero esta espera tiene que ser activa; la esperanza de los brazos cruzados no funciona. La esperanza cristiana se compromete a trabajar por un mundo más justo, más libre y más fraterno. Sin embargo, hay momentos en la existencia en que algunos repiten, como Israel: «Nuestra esperanza se ha destruido» (Ez 37, 11). Pero los profetas siguen anunciado paz, salvación, luz, redención. Israel «será saciado de bendiciones» (Jr 31, 14).
Para el mundo de hoy es necesaria la esperanza. Quien espera de verdad está firmemente convencido de que para Dios no hay nada imposible (Lc 1, 37), y sabemos, según afirma san Juan de la Cruz, que se obtiene de Dios cuanto de Él se espera. San Pablo nos exhorta a no contristarnos como los que no tienen esperanza (1 Ts 4, 12). «Singular virtud de la esperanza, singular misterio. No es una virtud como las demás, sino, en cierto modo, una virtud contra las otras. Se enfrenta a todas las virtudes, a todos los misterios. Es ella, la pequeña esperanza la que pone todo en movimiento» (Charles Péguy).
A muchos se les marchita la esperanza ante las dificultades de la vida. Sin embargo, hay otras personas que renacen de sus cenizas, esperando con gozo, paciencia y confianza. Hay una gran certeza y una gran dicha en el que espera (Tt 2, 13), apoyado en la seguridad de conseguir lo que anhela. Esperar supone tener paciencia y confianza. Somos amigos de la prisa, de la eficacia, de la impaciencia. Igual que el labrador tiene que aguardar pacientemente a que llegue el tiempo de recoger los frutos, así quien desea cosechar, tendrá que armarse de mucha paciencia para que los problemas puedan resolverse, para que el otro pueda crecer, para que uno mismo pueda cambiar.
Tan esencial como la fe y el amor  es la esperanza, pues no puede haber fe o amor sin esperanza. Una fe sin esperanza no tendría razón de ser. Debemos, pues, sembrar esperanza, poner la esperanza al sol, al abrigo de la fe y del amor, lo mismo que se ponen ahora las plantas de exterior para que den fruto en primavera, para que crezcan. Debemos recuperar la esperanza robada por el miedo, por las tristezas, por los fracasos… Levantarse, ponerse en pie y dejar que Dios nos guíe, aunque el camino sea largo y empinado, y seguir soñando con los ojos abiertos.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

La llamada

Dios sigue llamando. ¿Te atreves a contestarle?

HABEMUS PAPAM!


¡Qué el Señor bendiga a su nuevo Vicario!
¡Qué Nuestra Madre, la Virgen del Carmen, guarde bajo su manto al nuevo sucesor de Pedro!

Llenarse de Dios


Un sabio japonés, conocido por la sabiduría de sus doctrinas, recibió la visita de un profesor universitario que había ido a verlo para preguntarle sobre su pensamiento.
El sabio le sirvió el té: llenó la taza de su huésped y después continuó echando con expresión serena y sonriente.
El profesor veía desbordarse el té con estupefacción, y no lograba explicarse la distracción del sabio. No pudiendo contenerse más, le dijo:
– Está llena. No cabe más.
– Como esta taza, dijo el sabio imperturbable, tú estás lleno de tu cultura, opiniones y conjeturas eruditas y complejas. ¿Cómo puedo hablarte de mi doctrina, que sólo es comprensible a los ánimos sencillos y abiertos, si antes no vacías la taza?
La doctrina sólo es comprensible a los que se vacían, a los abiertos de corazón. Solamente los sencillos, los vacíos de todo y abiertos al Todo pueden comprender a Dios y aceptarlo como su tesoro. Para que Dios pueda penetrar en la mente y en el corazón del ser humano, se necesitan estas tres actitudes fundamentales:
● Humildad: una actitud indispensable. “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (St 4,6).
● Escucha: La persona que abre su ser al Señor, lo reconoce como único dueño y dador de vida, fuente de todo bien, santo y perfecto. Es el Dios que obra conforme a su benevolencia (Flp 2,13). Sólo los humildes pueden llegar hasta Él en actitud de escucha. “El que tenga oídos, que oiga” (Mt 13,9). Dios nos habla de mil modos y maneras, pero nos habla definitivamente por Cristo. “Éste es mi Hijo predilecto, en el cual me complazco. Escuchadlo” (Mt 17,5). Escuchar es estar alerta, atentos y despiertos.
● Dejar actuar a Dios: Cada cristiano debe dejar que Dios se manifieste libremente, que Él sea lo que es: Luz, Fuerza, Salvación... Dios toma la iniciativa en la historia de la salvación y es el que la realiza. Él es el principal agente. Dios se entrega del todo y quisiera que el ser humano dejase paso a su obra, que colaborara con Él. El papel de la criatura es dejar paso al Creador.
La Virgen María representa el modelo perfecto de la persona abierta siempre a Dios, dispuesta a que Él haga su voluntad. Ella es la oyente de la Palabra. Está siempre pronta a la escucha y atenta al mensaje que se le da. “Hágase en mí según su palabra” (Lc 1,38), es su respuesta. Y la Palabra se hizo carne en sus entrañas. María acogió a Dios y le dejó actuar, que fuera Él mismo.
También Cristo está a la puerta de cada corazón humano y llama (Ap 3,20) para actuar como Salvador.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.