"Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?".
Ellos le respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?".
Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día".
(Jn. 1, 38-39)

El agua que reflejaba a Dios



   “Ya estoy cansada de ser fría y de correr río abajo. Dicen que soy necesaria. Pero yo preferiría ser hermosa. Y encender entusiasmos. Y hacer arder el corazón de los enamorados. Y ser roja y cálida. Quisiera ser fuego y llama”. Así pensaba el agua de un río de montaña. Y como quería ser fuego, decidió escribir una carta a Dios para pedirle que cambiara su identidad.

   “Querido Dios: Tú me hiciste agua. Pero quiero decirte que me he cansado de ser transparente. Prefiero el color rojo para mí. Desearía ser fuego. ¿Puede ser? Tú mismo, Señor, te identificaste con una zarza ardiendo y dijiste que habías venido a poner fuego a la tierra. No recuerdo que nunca te compararas con el agua. Por eso, creo que comprenderás mi deseo. Necesito este cambio para mi realización personal…”.

   El agua salía todas las mañanas para ver si llegaba la respuesta de Dios. Una tarde pasó una lancha y dejó caer al agua un sobre muy rojo.
   El agua lo abrió y leyó: “Querida hija: Me apresuro a contestar tu carta. Parece que te has cansado de ser agua. Yo lo siento mucho porque  no eres un agua cualquiera. Tu abuela fue la que me bautizó en el Jordán, y yo te tenía destinada a caer sobre la cabeza de muchos niños. Tú preparas el camino del fuego. Mi Espíritu no baja a nadie que no haya sido lavado por ti. El agua siempre es primero que el fuego…”.

   Mientras el agua estaba embebida leyendo la carta, Dios bajó a su lado y la contempló en silencio. El agua se miró a sí misa y vio el rostro sonriente de Dios reflejado en ella.
  Y Dios seguía sonriendo, esperando una respuesta.
   El agua comprendió que el privilegio de reflejar el rostro de Dios sólo lo tiene el agua limpia…Suspiró y dijo: “Sí, Señor. Seguiré siendo agua. Seguiré siendo tu espejo. Gracias”. (María Dolores Torres).

   El agua es fuente de vida. Nos limpia y nos calma la sed. Fecunda la tierra y renueva la juventud de nuestros cuerpos. A través del agua, en el bautismo, el cristiano queda incorporado en Cristo y se reviste de una criatura nueva. Para los que son liberados del pecado, el agua es salvación y vida. Para los que prefieren vivir en la esclavitud, el agua es muerte, como en el diluvio y en el paso del Mar Rojo.

   El misterio de salvación del agua lo presenta el evangelio de Juan en el diálogo de Cristo con la Samaritana. No consiste en tener mucho agua, en beber, sino en creer en El y beber de su agua, agua viva que se convertirá en fuente que saltará hasta la vida eterna (Jn 4.11-14).
   Cuando dejamos que Dios nos limpie con su agua, cada agua, por muy sucia que esté, será capaz de reflejar el rostro de Dios, de aceptarse como agua y de aceptar a los otros, sean de la nación que sean.
   Santa Teresa hablaba de cómo reflejamos a Dios, según estemos en gracia o en pecado. Si estamos en gracia, veremos a Cristo en todas las parte de nuestro ser; al estar en pecado mortal “se cubre nuestro espejo de una gran niebla y queda muy negro” y por lo tanto, no se puede representar ni ver al Señor (Vida, 40.5). Podemos ser como el agua: espejos claros, negros, o peor, quebrados.

   Yo quiero ser como el agua
   que calma y ahuyenta la sed
   y canta las penas del viento
   y brilla en ella el ciprés.
  
    Yo quiero ser como el agua
    que arrastra secretos de fe
    y siempre corre adelante
    y besa a la loma los pies.

   Yo quiero ser como el agua
   fría y caliente a la vez,
   refrescar con ternura la tierra
   y embriagarla de dicha y de bien.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.