"Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?".
Ellos le respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?".
Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día".
(Jn. 1, 38-39)

San Juan de la Cruz



Juan de Yepes Álvarez nació en Fontiveros (Ávila) hacia 1542. Era hijo de Gonzalo de Yepes y de Catalina Álvarez, tejedores de buratos.
El padre y el hermano pequeño, Luis, mueren cuando Juan tiene sólo tres años, por lo que la madre y los dos hijos restantes (Francisco y el propio Juan) se ven obligados por la acuciante pobreza a trasladarse primero a Arévalo (donde viven durante cuatro años) y en 1551 a Medina del Campo, donde se instalan definitivamente.
Asiste al Colegio de los Niños de la Doctrina, privilegio que le obliga a realizar ciertas contraprestaciones, como asistir en el convento de las Agustinas, la ayuda a Misa y a los Oficios, el acompañamiento de entierros y la práctica de pedir limosna. La  formación recibida en el colegio le capacitó para continuar su formación en el recién creado colegio de los jesuitas, que le dieron una sólida base en Humanidades. Como alumno externo y a tiempo parcial, debía compaginar sus estudios con un trabajo asistencial en el Hospital de Nuestra Señora de la Concepción de Medina, especializado en la curación de enfermedades venéreas contagiosas.
A los veintiún años ingresa en los  Carmelitas de Medina, adoptando el nombre de fray Juan de Santo Matía. Tras realizar el noviciado entre 1563 y 1564 en el convento de Santa Ana, se traslada a Salamanca donde estudiará en el Colegio de San Andrés.
Ordenado sacerdote, regresa a Medina del Campo en 1567 para celebrar su primera misa en presencia de su familia. Allí conocerá a Santa Teresa, que convence a Juan y lo une a su causa de reforma de los Carmelitas.
El 28 de noviembre de 1568 funda en Duruelo el primer convento de Carmelitas Descalzos y cambia su nombre por el de fray Juan de la Cruz. Distintos cargos tendrá en la nueva aventura comenzada, hasta que en 1577 es apresado y trasladado al convento de frailes carmelitas de Toledo, donde estará recluido durante ocho meses.
Es durante este periodo de reclusión cuando escribe las treinta y una primeras estrofas del Cántico Espiritual, varios romances y el poema de la Fonte.
Huido de la cárcel, marcha para Andalucía, donde llevará a cabo una gran labor apostólica y culminará toda su obra literaria.
En 1591 es destituido de todos sus cargos, quedando como simple súbdito. Cae enfermo en el convento de La Peñuela y es trasladado a Úbeda, donde muere la noche del 13 al 14 de diciembre.

Santa Maravillas de Jesús



María Maravillas Pidal y Chico de Guzmán nace en Madrid el 4 de noviembre de 1891.
Desde niña se sintió llamada a la vida consagrada. En su juventud, además de cultivar su vida de piedad y de llevar a cabo sus estudios privados de lengua y cultura general, se dedicó a las obras de beneficencia y caridad, ayudando a muchas familias, pobres y marginados.
El 12 de octubre de 1919 ingresó en el Carmelo de El Escorial (Madrid). Tomó el hábito en 1920 e hizo su primera profesión en 1921.
El 19 de mayo de 1924, la hermana Maravillas y otras tres religiosas de El Escorial se instalan en una casa provisional del pueblo de Getafe para, desde allí, atender la edificación del convento del Cerro de los Ángeles.
El 31 de octubre de 1926 se inauguraba el nuevo Carmelo en el Cerro de los Ángeles. Pronto se pobló de vocaciones, lo que le impulsó a multiplicar las “casas de la Virgen”.
Se interesaba por el problema de los demás y procuraba darles solución. Desde su clausura de La Aldehuela funda un colegio para niños pobres, hace construir una barriada de casas y una iglesia. Ayuda en la construcción de 200 viviendas próximas a La Aldehuela. Para llevar a cabo éstas y otras muchas obras, se apoyaba confiadamente en la Providencia divina.
“No quiero la vida más que para imitar lo más posible la de Cristo”, había escrito.
Murió en el Carmelo de La Aldehuela (Madrid) el 11 de diciembre de 1974, con una muerte llena de paz y de entrega, repetía: “¡Qué felicidad morir carmelita!”.


Dios olvida


                       El creyente a Dios:
– No te acuerdes, Señor, de mis pecados.
Dios al creyente:
– ¿Qué pecados? Como tú no me los recuerdes, yo los he olvidado para siempre (Anthony de Mello).
            Dios, como Padre, tiene muy mala memoria para recordar pecados de sus hijos; no lleva cuentas del mal, disculpa siempre y “olvida siempre”. Como buen Padre, quiere que aprendamos a amar de tal forma que seamos capaces de perdonar.
            Jesús nos habla del perdón de Dios, de las entrañas amorosas del Padre en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32).
            El Padre ama al Hijo y le deja en libertad para que siga sus sueños, para que sea él mismo, para que se pueda equivocar, con el riesgo de perder su compañía y la alegría de vivir en su casa.
            El Padre espera la vuelta del hijo. No la acelera, no se le agota la paciencia. Su corazón no se amarga ni se endurece en la tardanza, sino que crece en él el ánimo de abrazar, consolar y dar una fiesta, porque su hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida.
            Cuando retorna el hijo arrepentido y humillado, el Padre no le niega su herencia ni le echa de casa, sigue siendo el hijo muy amado. El hijo puede olvidar tranquilamente su pasado, porque el Padre no lo recuerda.
            El cristiano ora frecuentemente esta petición: “Perdona nuestras ofensas”. Dios se olvida de nuestras faltas, a no ser que alguien se las recuerde al no amar y perdonar al hermano. Es imposible amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano a quien vemos (1 Jn 4,20). Es imposible abrirse a su gracia, acoger el amor misericordioso del Padre, si no se está abierto a amar y perdonar al otro. El perdón se hace posible, “perdonándonos mutuamente como nos perdonó Dios en Cristo” (Ef 4,32).
            La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (Mt 18,23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si cada uno no perdona de corazón a su hermano”.
            Solamente se puede amar y perdonar con la ayuda y la gracia de Dios. En el perdón y el amor no hay límites ni medidas. A nadie hay que deber nada más que amor (Rm 13,8).
            Al acercarse a pedir perdón a Dios, hay que estar dispuesto a amar y perdonar al prójimo. “Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión; los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos” (San Cipriano).
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.