"Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?".
Ellos le respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?".
Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día".
(Jn. 1, 38-39)

P. Ángel Sánchez, OCD.


El P. Ángel Sánchez, P. Ángel Mª de la Cruz es su nombre religioso, es actualmente el Secretario Provincial de la Provincia de Castilla. He aquí el testimonio de su relación con Dios:


¿Qué rasgo de Jesucristo te seduce?
"Hablar de solo un rasgo o faceta del Señor resulta costoso y más cuando perteneces a la familia del Carmelo Descalzo en la que continuamente nos engolosinan presentándonos al Todo y nos animan a ser audaces y escogerlo todo.
Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, de quienes voy a tomar muchas expresiones para decir mi testimonio, han experimentado que en Cristo hallamos aún más de lo que pedimos y deseamos. Nos exhortan a que le miremos, a que pongamos los ojos totalmente en él, sin querer otra cosa. Y si así lo hago, me viene a la mente y al corazón su modo de ser, estar y comunicarse en el silencio y desde el silencio.
Silencio en el seno del Padre, donde está escondido, y en el vientre de la Virgen María. Lo percibo en su nacimiento en la noche de Belén y ese crecer en la vida oculta de Nazaret. Le acompaña al caminar, subiendo a Jerusalén, sembrándose en palabras y obras. Es suma desnudez, aniquilamiento y vacío en su pasión, hasta encumbrarse sobre un árbol donde abre sus brazos con “el pecho del amor muy lastimado”. Silencio que envuelve su triunfo en la resurrección y se prolonga en este “vivo pan”, en donde “se está llamando a las criaturas”.
Cada vez que en el Evangelio contemplo a Jesús callado, espero. Espero su fortaleza y fidelidad a la voluntad del Padre en el desierto, su promesa de agua viva junto al pozo en Samaria, su abrazo misericordioso respondiendo a mi pecado y acusaciones condenatorias, su oración sacerdotal y entrega al levantarse de lavar los pies a los apóstoles... Cada vez que en la vida y en las personas dejo de escuchar su voz o descubrir su figura, quiero decir confiado: ¡Salgamos tras él clamando! Y espero porque sé que nos está mirando, que su mirar es amar y si sus palabras son obras, también su mirar. 
Despacio, poco a poco -es mi modo de caminar por vías de carne y tiempo- voy cayendo en la cuenta de su Verdad y la mía. Si no llego a escucharle no es porque se haya vuelto a abrir ese abismo que ha recorrido para estar conmigo o abandone y dé por perdido a este su hijo y hermano. Él siempre está comunicando su amor, buscando, “mirando y remirando” por dónde volverme a él, pagando con bienes mis muchos males. ¿Entonces por qué tanto silencio, buscado o soportado? Si la luz divina, por ser en exceso, es ceguera para el hombre, la presencia de esta Hermosura que excede a todas las hermosuras, el sonar de su música callada,  se muestra como ausencia y mutismo. También puedo ser yo quien, en ciertas ocasiones, al cerrarme, le fuerce a dejar de hablar, a retirarse, pero siempre estará más cerca y dentro de mí que yo mismo.

Este ser, estar y comunicarse de Jesucristo me atrae. En él quiero entrar, esconderme para encontrarle. Ser trasformado, para con un poquito de su puro amor, aprovechar a la Iglesia y a nuestro mundo. “Una palabra habló el Padre, que fue su hijo y ésta habla siempre en eterno silencio y en silencio ha de ser oída del alma” (S. Juan de la Cruz, Dichos de Luz y Amor, 99). Pues que así sea... ¡Callar y obrar!"
P. Ángel Sánchez, OCD.

Mira al que te mira


Era ciclista. Un día le invitó al Señor a subir con él a su bici para que lo ayudara a pedalear. Cuando veía que ya no podía más, sentía que el Señor le miraba y le invitaba a seguir pedaleando... 
Dios irrumpe en nuestra vida, en nuestro trabajo, en la familia, en la sociedad. A veces lo sentimos, percibimos su mirada; otras, las más, pasa desapercibido. 
Dios y Jesús nos miran. Y nosotros hemos de aprender a mirar como Dios nos mira. Si nuestra mirada está dañada, si nuestros ojos no reciben su luz y su amor, no podremos ver a Dios ni sus obras. 
El Evangelio nos habla de las miradas de Jesús en los encuentros con la gente. Jesús vio a Natanael cuando estaba debajo de la higuera (Jn 1,48). Y a Pedro le mira con amor, con una mirada totalmente cariñosa, benevolente, misericordiosa, sin ninguna intransigencia (Lc 22,61). Y más allá del pecado, mira también al buen ladrón; desde esta mirada ya empezó el paraíso (Lc 23,43). Y Jesús miró con amor a la Magdalena, a la adúltera, al centurión, a los ciegos, a los leprosos, a los pobres, a los pecadores... 
Un día se le acerca un joven excelente, entusiasta, con deseos de Dios y de perfección. Jesús, “fijando en él su mirada, le amó...” (Mc 10,21).
Zaqueo trataba de ver quién era Jesús. En este deseo hay algo de esperanza, ilusión, utopía, pero mucho de curiosidad por conocer al Señor. Quizás quería ver a Jesús sin ser visto. “Se subió a una higuera para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: “Zaqueo, baja pronto porque conviene que hoy me quede en tu casa” (Lc 19,5). Una mirada de Jesús cambió a aquel hombre rico.
La mirada del Maestro cautiva, arrastra, seduce. El secreto de una vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, confiar en él y tener la valentía de arriesgarlo todo, porque lo que no es Jesús resulta superfluo. 
Una mirada es algo muy sencillo, pero puede cambiar a una persona: puede transformar un deseo, puede sostener el peso de un anciano, puede llenar de felicidad al decaído, puede eliminar el odio más escondido, puede ser la chispa que encienda una nueva vida, puede cambiar hasta el corazón más empedernido. Una mirada de amor cura la herida más profunda, pone alas a los sueños olvidados, levanta al decaído, da confianza al tímido. 
A veces nos encontramos ciegos. Nos ciega la vida con sus luces de colores, el dinero, la moda, la fama... Caemos en la trampa de la propaganda, de lo fácil, del placer, del consumo... Necesitamos luz para caminar, abrir los ojos a Dios. Si el mirar de Dios es amar, como decía san Juan de la Cruz, debemos aprender a mirar como Dios, como Jesús, para hacer de este mundo un paraíso.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Mirar a Jesús


Cierto día, el Cardenal Weisman discutía con un inglés utilitarista sobre la existencia de Dios. A los argumentos del religioso, respondía el inglés con mucha flema: “No lo veo, no lo veo”.
Entonces, el Cardenal tuvo un rasgo ingenioso. Escribió en un papel la palabra “Dios” y colocó sobre ella una moneda. Le preguntó:
– ¿Qué ves?
– Una moneda.
– ¿Nada más?
Muy tranquilo, el Cardenal quitó la moneda, y le preguntó de nuevo:
– Y ahora, ¿qué ves?
– Veo a Dios.
– Entonces, ¿qué es lo que te impide ver a Dios?
El inglés se calló como un muerto. El dinero, a veces, nos impide ver a Dios y a Jesús.
¿Quién era Jesús? ¿Cómo era Jesús?
Para enseñar a la gente, Jesús utilizaba símbolos y parábolas. Para decirnos quién es usó símbolos. Por ejemplo: “Yo soy la puerta” (Jn 10,9), “yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12), “yo soy el buen pastor” (Jn 10,11).
Pero a las personas no las conocemos por lo que dicen, sino por lo que hacen. Jesús estaba unido al Padre y ungido por el Espíritu. El Padre lo envió a anunciar la Buena Nueva, a proclamar la liberación, a dar vista a los ciegos, a proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4,18-19).
Él vino, sobre todo, para los casos difíciles, para “salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). Se pasó toda la vida haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él (Hch 10,38). 
A Jesús le seguía mucha gente por distintos motivos: por curiosidad, porque les daba de comer, porque curaba, por los milagros que hacía... Las masas lo quisieron hacer rey, pero también pidieron su cabeza.
Hubo un grupo de amigos incondicionales, decían ellos, que comieron y vivieron con él; pero a pesar de su buena voluntad, lo abandonaron en el momento de la persecución. Recibieron del Maestro la misión de hacer lo mismo: ir por todo el mundo anunciando la Buena Nueva (Mt 28,20).
A unos y a otros les indicó que lo más importante era buscar a Dios, su Reino (Lc 12, 26). Les repitió muchas veces que no tuvieran miedo, que no dudaran, que creyeran de verdad (Jn 8,46). Dio ejemplo de amor, amó hasta el final y fue lo único que dejó como consigna: “Amaos como yo os he amado (Jn 13,34-35).
Es importante mirar a Jesús, pero es mucho más importante dejarse mirar por él, encontrarnos con su mirada. Al encontrarnos con su mirada, ésta nos hará contemplar nuestra vida y quitar todo aquello que no nos deja ver a Dios. 
“Mantengamos fijos los ojos en Jesús” (Hb 12,2) para tener los mismos pensamientos y sentimientos que el Maestro.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Búsqueda y encuentro


Hay encuentros planificados y los hay fortuitos. El encuentro de san Cristóbal con Jesús fue muy especial. Un niño le pidió que lo llevara al otro lado del río. Cristóbal aceptó con mucho gusto y lo colocó sobre su hombro. Al preguntarle por qué pesaba tanto, el niño le respondió: “Es que soy el Creador del mundo. Soy Jesús, que he tomado la forma de niño para que tuvieras el gusto de llevarme sobre tus hombros”.
Jesús sale a nuestro encuentro y se “disfraza” de mil formas para enamorarnos, para que nos encontremos con él a gusto. Es entonces cuando se cumple lo que dice Jeremías: “Me buscaréis y me hallaréis, cuando me solicitéis de todo corazón” (Jr 29,13).
Toda nuestra vida es búsqueda y encuentro. A veces buscamos y no encontramos; otras, las menos, encontramos sin buscar.
La búsqueda nace del deseo, de querer algo que nos inquieta o interesa. Es el corazón el que mueve, empuja y dispone para el encuentro. Es en el corazón donde se producen todos los encuentros. Es el motor de la búsqueda y del encuentro. Quien busca de corazón, encuentra, porque pone alma y vida.
Muchas veces buscamos a tientas, sin ser conscientes de lo que queremos. Deseamos sin desear, navegamos sin saber a dónde, andamos a gatas en la noche. Y claro, no encontramos. No encontraremos hasta que no nos dejemos motivar por Dios, hasta que no caigamos en la cuenta de que Él es el que nos busca desde toda la eternidad. Cuando nos encontramos con Él, nos encontramos con nosotros mismos y con los otros. Dejamos de huir, aunque seguimos heridos y llagados por el mismo encuentro.
¿Cómo sabemos que Dios nos busca? Dios nos busca cuando sentimos inquietud interior o una soledad que no podemos nombrar. También a través del diálogo, de la visita, de la oración, emergen preguntas y respuestas que van llenando la vida de sentido, de alegría y paz, de esperanza para seguir buscando en momentos de oscuridad.
¿Cómo sabemos que estamos buscando a Dios? Hay síntomas como reflexionar sobre lo que nos mueve por dentro, que nos permite enfrentarnos a toda clase de miedos, ansiedades y preocupaciones. Buscar a otros semejantes que desean lo mismo...

La Escritura nos habla de esta búsqueda y encuentro, de personas buscadas y encontradas por Dios. Zaqueo, ansioso y curioso por conocer a Jesús, inicia esta búsqueda sin medir las consecuencias. De repente Jesús lo mira y le dice: “Zaqueo, date prisa y baja, porque hoy voy a tu casa” (Lc 19,1-10). Una mujer llevaba enferma viarios años. Buscaba el encuentro con Jesús. Un día se decidió, “vino por detrás y le tocó el manto” (Mc 5,27). Otra mujer lo buscaba sin darse cuenta. Buscaba la verdad, la alegría, la felicidad y la vida, pues nadie se las había dado. Cuando se encontró con Jesús, inmediatamente corrió a decir lo que le había ocurrido (Jn 4,1-42).

El camino de búsqueda y encuentro es un viaje lento y complejo que exige mucha fe, paciencia y perseverancia.

P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Ser instrumentos de paz



Eran dos sacerdotes que prestaban sus servicios en dos parroquias cercanas. Aunque los dos habían recibido la misma misión, no se comportaban igual ante las bodas. El primero iba recogiendo los granos de arroz para echárselo en cara a los feligreses. El segundo también los almacenaba, pero para darles una paella cada año.

La misma situación, la misma realidad puede provocar en nosotros sentimientos de ira o de amor. Y ante cualquier realidad Jesús nos dice: “Dichosos los constructores de paz porque ellos heredarán la tierra” (Mt 5, 5).
Todos anhelamos la paz. Los filósofos, desde la antigüedad, tenían cuatro grandes aspiraciones:
– superar la falta de paz, propia del vivir en la superficie de las cosas;
– superar la falta de paz, en medio de un mundo de continuos cambios y movimientos;
– superar la falta de paz, ampliando el horizonte, en busca de una visión de conjunto;
– superar la falta de paz, causada por las contradicciones de la vida diaria: buscar la armonía profunda.
Hay que vivir en paz con el propio cuerpo, con el lenguaje, con la propia biografía, con la edad, con la conciencia, con la vida. Puede ayudarnos a conseguir la paz, el tener en cuenta el último sermón de Buda a sus discípulos. En él se habla de ocho aprendizajes que conllevan las correspondientes revelaciones: aprender a desear, aprender a conversar sin discutir, aprender a perseverar en el camino interior, aprender a vivir en el tiempo sin obsesionarse por él, aprender a relacionarse con todo y con todos contemplativamente; aprender a saborear la soledad, aprender a no exagerar, aprender a cultivar la sabiduría lúcida y compasiva.
Dentro de nosotros se gesta la paz o la guerra, de nuestras actitudes y relaciones con los demás depende el futuro de la humanidad. La paz, como la vida, escuchamos con frecuencia, están gravemente amenazadas. El poder destructor de muchas naciones es enorme. El mundo está dividido, ricos y pobres, divisiones raciales, divisiones nacionales y culturales, las injusticias son enormes. La gravedad del momento exige una revolución de amor.
Nadie, desgraciadamente, puede devolver la paz a los que murieron en la guerra. Nadie puede reparar el dolor y curar la herida de la familia destrozada por la muerte de un ser querido. Ojalá en cada amanecer pueda seguir colgado un letrero que diga: aquí queremos paz y vivimos en paz.

La paz es fruto de la justicia y del amor. Un gesto habla más que mil palabras y así se hace en el momento de la Eucaristía. Con el gesto de la paz nos preparamos para la comunión. Antes de recibir a Jesús nos damos unos a otros la paz. El gesto de la paz ha cambiado en la historia hasta llegar a su forma actual. Los primeros cristianos se daban en la celebración el famoso beso de la paz, del que habla San Pablo (Rm 16,16).
El Misal describe así la intención del gesto de paz: los fieles “imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para toda la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad antes de participar de un mismo pan”. ¿De qué paz se trata? José Aldazabal nos apunta que se trata de la paz de Cristo. Es la paz de Cristo. No una paz que conquistamos nosotros con nuestro esfuerzo, sino que nos concede el Señor. No es una paz humana, se trata de la paz de Cristo: “la paz os dejo, mi paz os doy”. La paz es, sobre todo, don del Espíritu. 
Es un gesto de fraternidad cristiana y eucarística. Un gesto que nos hacemos unos a otros antes de atrevernos a acudir a la comunión: para recibir a Cristo nos debemos sentir hermanos y aceptarnos los unos a los otros. Vista así, la actitud de fraternidad en Cristo es el fruto principal de la Eucaristía. El que nos une en verdad –por encima de gustos, amistades e intereses- Cristo Jesús, que nos ha hecho el don de su Palabra y ahora el de su Cuerpo y su Sangre. La actitud de fraternidad se exige para la comunión y ésta nos lleva a compartir, pues aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque participamos de un mismo Pan (1Co 10, 17).
Es una paz universal: sea quien sea el que está a nuestro lado –un anciano, un niño, un amigo, un desconocido- nuestra mano tendida y nuestra sonrisa es todo un símbolo de cómo entendemos la paz de Cristo. Cristo se entrega a todos por igual. Comulgar con Cristo conlleva comulgar con los otros y terminar con toda clase de barreras y divisiones.
Es una paz en construcción, nunca del todo conseguida. Los cristianos piden la paz, al mismo tiempo que se comprometen a ella como a una tarea. El darse la paz es más que un gesto, es un compromiso de buscar y trabajar por la paz. Jesús, el Príncipe de la Paz, ha venido a traernos la paz y a hacer de cada cristiano un instrumento de paz.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.