"Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?".
Ellos le respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?".
Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día".
(Jn. 1, 38-39)

San Juan de la Cruz



Juan de Yepes Álvarez nació en Fontiveros (Ávila) hacia 1542. Era hijo de Gonzalo de Yepes y de Catalina Álvarez, tejedores de buratos.
El padre y el hermano pequeño, Luis, mueren cuando Juan tiene sólo tres años, por lo que la madre y los dos hijos restantes (Francisco y el propio Juan) se ven obligados por la acuciante pobreza a trasladarse primero a Arévalo (donde viven durante cuatro años) y en 1551 a Medina del Campo, donde se instalan definitivamente.
Asiste al Colegio de los Niños de la Doctrina, privilegio que le obliga a realizar ciertas contraprestaciones, como asistir en el convento de las Agustinas, la ayuda a Misa y a los Oficios, el acompañamiento de entierros y la práctica de pedir limosna. La  formación recibida en el colegio le capacitó para continuar su formación en el recién creado colegio de los jesuitas, que le dieron una sólida base en Humanidades. Como alumno externo y a tiempo parcial, debía compaginar sus estudios con un trabajo asistencial en el Hospital de Nuestra Señora de la Concepción de Medina, especializado en la curación de enfermedades venéreas contagiosas.
A los veintiún años ingresa en los  Carmelitas de Medina, adoptando el nombre de fray Juan de Santo Matía. Tras realizar el noviciado entre 1563 y 1564 en el convento de Santa Ana, se traslada a Salamanca donde estudiará en el Colegio de San Andrés.
Ordenado sacerdote, regresa a Medina del Campo en 1567 para celebrar su primera misa en presencia de su familia. Allí conocerá a Santa Teresa, que convence a Juan y lo une a su causa de reforma de los Carmelitas.
El 28 de noviembre de 1568 funda en Duruelo el primer convento de Carmelitas Descalzos y cambia su nombre por el de fray Juan de la Cruz. Distintos cargos tendrá en la nueva aventura comenzada, hasta que en 1577 es apresado y trasladado al convento de frailes carmelitas de Toledo, donde estará recluido durante ocho meses.
Es durante este periodo de reclusión cuando escribe las treinta y una primeras estrofas del Cántico Espiritual, varios romances y el poema de la Fonte.
Huido de la cárcel, marcha para Andalucía, donde llevará a cabo una gran labor apostólica y culminará toda su obra literaria.
En 1591 es destituido de todos sus cargos, quedando como simple súbdito. Cae enfermo en el convento de La Peñuela y es trasladado a Úbeda, donde muere la noche del 13 al 14 de diciembre.

Santa Maravillas de Jesús



María Maravillas Pidal y Chico de Guzmán nace en Madrid el 4 de noviembre de 1891.
Desde niña se sintió llamada a la vida consagrada. En su juventud, además de cultivar su vida de piedad y de llevar a cabo sus estudios privados de lengua y cultura general, se dedicó a las obras de beneficencia y caridad, ayudando a muchas familias, pobres y marginados.
El 12 de octubre de 1919 ingresó en el Carmelo de El Escorial (Madrid). Tomó el hábito en 1920 e hizo su primera profesión en 1921.
El 19 de mayo de 1924, la hermana Maravillas y otras tres religiosas de El Escorial se instalan en una casa provisional del pueblo de Getafe para, desde allí, atender la edificación del convento del Cerro de los Ángeles.
El 31 de octubre de 1926 se inauguraba el nuevo Carmelo en el Cerro de los Ángeles. Pronto se pobló de vocaciones, lo que le impulsó a multiplicar las “casas de la Virgen”.
Se interesaba por el problema de los demás y procuraba darles solución. Desde su clausura de La Aldehuela funda un colegio para niños pobres, hace construir una barriada de casas y una iglesia. Ayuda en la construcción de 200 viviendas próximas a La Aldehuela. Para llevar a cabo éstas y otras muchas obras, se apoyaba confiadamente en la Providencia divina.
“No quiero la vida más que para imitar lo más posible la de Cristo”, había escrito.
Murió en el Carmelo de La Aldehuela (Madrid) el 11 de diciembre de 1974, con una muerte llena de paz y de entrega, repetía: “¡Qué felicidad morir carmelita!”.


Dios olvida


                       El creyente a Dios:
– No te acuerdes, Señor, de mis pecados.
Dios al creyente:
– ¿Qué pecados? Como tú no me los recuerdes, yo los he olvidado para siempre (Anthony de Mello).
            Dios, como Padre, tiene muy mala memoria para recordar pecados de sus hijos; no lleva cuentas del mal, disculpa siempre y “olvida siempre”. Como buen Padre, quiere que aprendamos a amar de tal forma que seamos capaces de perdonar.
            Jesús nos habla del perdón de Dios, de las entrañas amorosas del Padre en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32).
            El Padre ama al Hijo y le deja en libertad para que siga sus sueños, para que sea él mismo, para que se pueda equivocar, con el riesgo de perder su compañía y la alegría de vivir en su casa.
            El Padre espera la vuelta del hijo. No la acelera, no se le agota la paciencia. Su corazón no se amarga ni se endurece en la tardanza, sino que crece en él el ánimo de abrazar, consolar y dar una fiesta, porque su hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida.
            Cuando retorna el hijo arrepentido y humillado, el Padre no le niega su herencia ni le echa de casa, sigue siendo el hijo muy amado. El hijo puede olvidar tranquilamente su pasado, porque el Padre no lo recuerda.
            El cristiano ora frecuentemente esta petición: “Perdona nuestras ofensas”. Dios se olvida de nuestras faltas, a no ser que alguien se las recuerde al no amar y perdonar al hermano. Es imposible amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano a quien vemos (1 Jn 4,20). Es imposible abrirse a su gracia, acoger el amor misericordioso del Padre, si no se está abierto a amar y perdonar al otro. El perdón se hace posible, “perdonándonos mutuamente como nos perdonó Dios en Cristo” (Ef 4,32).
            La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (Mt 18,23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si cada uno no perdona de corazón a su hermano”.
            Solamente se puede amar y perdonar con la ayuda y la gracia de Dios. En el perdón y el amor no hay límites ni medidas. A nadie hay que deber nada más que amor (Rm 13,8).
            Al acercarse a pedir perdón a Dios, hay que estar dispuesto a amar y perdonar al prójimo. “Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión; los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos” (San Cipriano).
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

El agua que reflejaba a Dios



   “Ya estoy cansada de ser fría y de correr río abajo. Dicen que soy necesaria. Pero yo preferiría ser hermosa. Y encender entusiasmos. Y hacer arder el corazón de los enamorados. Y ser roja y cálida. Quisiera ser fuego y llama”. Así pensaba el agua de un río de montaña. Y como quería ser fuego, decidió escribir una carta a Dios para pedirle que cambiara su identidad.

   “Querido Dios: Tú me hiciste agua. Pero quiero decirte que me he cansado de ser transparente. Prefiero el color rojo para mí. Desearía ser fuego. ¿Puede ser? Tú mismo, Señor, te identificaste con una zarza ardiendo y dijiste que habías venido a poner fuego a la tierra. No recuerdo que nunca te compararas con el agua. Por eso, creo que comprenderás mi deseo. Necesito este cambio para mi realización personal…”.

   El agua salía todas las mañanas para ver si llegaba la respuesta de Dios. Una tarde pasó una lancha y dejó caer al agua un sobre muy rojo.
   El agua lo abrió y leyó: “Querida hija: Me apresuro a contestar tu carta. Parece que te has cansado de ser agua. Yo lo siento mucho porque  no eres un agua cualquiera. Tu abuela fue la que me bautizó en el Jordán, y yo te tenía destinada a caer sobre la cabeza de muchos niños. Tú preparas el camino del fuego. Mi Espíritu no baja a nadie que no haya sido lavado por ti. El agua siempre es primero que el fuego…”.

   Mientras el agua estaba embebida leyendo la carta, Dios bajó a su lado y la contempló en silencio. El agua se miró a sí misa y vio el rostro sonriente de Dios reflejado en ella.
  Y Dios seguía sonriendo, esperando una respuesta.
   El agua comprendió que el privilegio de reflejar el rostro de Dios sólo lo tiene el agua limpia…Suspiró y dijo: “Sí, Señor. Seguiré siendo agua. Seguiré siendo tu espejo. Gracias”. (María Dolores Torres).

   El agua es fuente de vida. Nos limpia y nos calma la sed. Fecunda la tierra y renueva la juventud de nuestros cuerpos. A través del agua, en el bautismo, el cristiano queda incorporado en Cristo y se reviste de una criatura nueva. Para los que son liberados del pecado, el agua es salvación y vida. Para los que prefieren vivir en la esclavitud, el agua es muerte, como en el diluvio y en el paso del Mar Rojo.

   El misterio de salvación del agua lo presenta el evangelio de Juan en el diálogo de Cristo con la Samaritana. No consiste en tener mucho agua, en beber, sino en creer en El y beber de su agua, agua viva que se convertirá en fuente que saltará hasta la vida eterna (Jn 4.11-14).
   Cuando dejamos que Dios nos limpie con su agua, cada agua, por muy sucia que esté, será capaz de reflejar el rostro de Dios, de aceptarse como agua y de aceptar a los otros, sean de la nación que sean.
   Santa Teresa hablaba de cómo reflejamos a Dios, según estemos en gracia o en pecado. Si estamos en gracia, veremos a Cristo en todas las parte de nuestro ser; al estar en pecado mortal “se cubre nuestro espejo de una gran niebla y queda muy negro” y por lo tanto, no se puede representar ni ver al Señor (Vida, 40.5). Podemos ser como el agua: espejos claros, negros, o peor, quebrados.

   Yo quiero ser como el agua
   que calma y ahuyenta la sed
   y canta las penas del viento
   y brilla en ella el ciprés.
  
    Yo quiero ser como el agua
    que arrastra secretos de fe
    y siempre corre adelante
    y besa a la loma los pies.

   Yo quiero ser como el agua
   fría y caliente a la vez,
   refrescar con ternura la tierra
   y embriagarla de dicha y de bien.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Aniversario de la fundación de Duruelo, primer convento de Carmelitas Descalzos



El 28 de noviembre de 1568, en Duruelo, se establece la primera comunidad de Carmelitas Descalzos, naciendo así la rama masculina del Carmelo Teresiano. Así nos lo cuenta Santa Teresa:

"Un caballero de Ávila, llamado don Rafael, con quien yo jamás había tratado, no sé cómo -que no me acuerdo- vino a entender que se quería hacer un monasterio de Descalzos; y vínome a ofrecer que me daría una casa que tenía en un lugarcillo de hartos pocos vecinos, que me parece no serían veinte". (F. 13,2)
"Tenía un portal razonable y una cámara doblada con su desván, y una cocinilla. Este edificio todo tenía nuestro monasterio. Yo consideré que en el portal se podía hacer iglesia y en el desván coro, que venía bien, y dormir en la cámara". (F. 13,3)
"Yo me fui con fray Juan de la Cruz a la fundación que queda escrita de Valladolid. Y como estuvimos algunos días con oficiales para recoger la casa, sin clausura, había lugar para informar al padre fray Juan de la Cruz de toda nuestra manera de proceder, para que llevase bien entendidas todas las cosas, así de mortificación como del estilo de hermandad y recreación que tenemos juntas, que todo es con tanta moderación, que sólo sirve de entender allí las faltas de las hermanas y tomar un poco de alivio para llevar el rigor de la Regla. Él era tan bueno, que al menos yo podía mucho más deprender de él que él de mí; mas esto no era lo que yo hacía, sino el estilo del proceder las hermanas". (F. 13,5)
"Primero o segundo domingo de adviento de este año de 1568 (que no me acuerdo cuál de estos domingos fue), se dijo la primera misa en aquel portalito de Belén, que no me parece era mejor". (F. 14,6)


Pidamos al Señor hoy, 444 años después, que el Carmelo Descalzo siga dando frutos de santidad y de vida para la Iglesia y el mundo.

Un buen amigo




Hay una leyenda en que se cuenta que un hombre cayó en un pozo. Pasó Buda y le dijo: “Si hubieras cumplido lo que yo enseño, no te habría sucedi­do eso”. Pasó Confucio, y le dijo: “Cuando salgas, vente conmigo y te enseñaré a no caer más en el pozo”. Pasó Jesús, vio a aquel hombre desespera­do, y bajó al pozo para ayudarlo a salir.
Jesús es el amigo que ha dado la vida por los amigos y enemigos.
Hace ya más de 2500 años, Confucio caracterizó las relaciones de amistad como las únicas que no estaban sometidas a ningún tipo de jerarquía. La amistad lo iguala todo: cultura, profesión... Jesús nos ha revelado que Dios es amor y tiene un amor especial para con los más necesitados. San Pablo pedía para los cristianos “ser capaces de compren­der, con todos los creyentes, la anchura, la longi­tud, la altura y la profundidad: en una palabra, que conozcáis el amor de Cristo, que supera todo conocimiento” (Ef 3,18-19). En el amor que Dios nos tiene permanece siempre un misterio, aunque accesible a través de la experiencia humana del amor. San Juan nos recuerda que “el amor viene de Dios” (1Jn 4,7). Quien ama es porque ha cono­cido a Dios. Jesús ha sido llamado “el hombre para los demás”. En él estaba la plenitud del amor y de la fidelidad; por Cristo Jesús llegó el amor y la fide­lidad (Jn 1,15-17).


Para Jesús, el “mayor amor” es el amor de amis­tad. Y los amigos se eligen; no se imponen. Él nos eligió como sus amigos, libremente. “No me elegis­teis vosotros a mí, sino yo a vosotros” (Jn 15,16). Jesús practicó la amistad y trabó una amistad fuerte sólo con algunos de sus discípulos. Jesús, por amor, se hizo uno más de nosotros. El actuar de Jesús es por amor. Veamos algunos rasgos: así trata Jesús al joven desconocido que se acerca a él buscando orientación: “Fijando en él su mirada, le amó” (Mc 20,2); a la mujer pecadora que llora a sus pies: “Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado. Vete en paz” (Lc 7,48-50); a su dis­cípulo Pedro: “Fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas” (Jn 1,42).

Encontramos también en Jesús el cariño, inclu­so emocionado, hacia las personas, que no es signo de debilidad sino revelación de un sentimiento hondo de amor y de amistad. Así reacciona ante unos ciegos que le piden su curación: “Jesús se conmovió, tocó sus ojos, y al momento recobraron la vista y le siguieron” (Mt 20,34). Es conocida la escena de Betania; al acercarse a María, desconso­lada por la muerte de su hermano Lázaro, Jesús, “viéndola llorar... se conmovió profundamente y se echó a llorar. Los judíos comentaban: ¡Miren cuánto lo quería!” (Jn 11,33-35).


El mismo afecto emocionado manifiesta Jesús ante la ciudad de Jerusalén: “Al acercarse y ver la ciudad, se le saltaron las lágrimas por ella y dijo: ¡Si también tú comprendieras lo que conduce a la paz! Pero no, no tienes ojos para verlo” (Lc 19,41). Así es Jesús. Basta una palabra, una situación humana, un sufrimiento, para que brote su afecto lleno de ternura.

La amistad se convierte en compasión cuan­do las personas queridas sufren o se encuentran mal. El amigo se acerca al sufrimiento del otro, lo acoge, se identifica con su dolor y sus problemas, sufre, acompaña, ayuda. Amistad significa tam­bién benevolencia, es decir, un afecto que quiere el bien de las personas y lo busca. Es este senti­miento el que mueve a Jesús. “Al desembarcar, vio una gran multitud; se conmovió porque estaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas” (Mc 6,33). Esta amistad se mani­fiesta de forma más entrañable con las personas por las que siente predilección especial; así sucede con la familia de Marta. El evangelista señala que “Jesús quería a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). Pero también con el discípulo que lo ha negado: “El Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor” (Lc 22,61).

En cierta ocasión “se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Conmovido, Jesús extendió la mano, lo tocó y dijo: Quiero, queda limpio (Mc 1,40-41). En Naím, al ver a una viuda llorando la muerte de su hijo único, Jesús se acerca. “Al verla el Señor se conmovió y le dijo: No llores” (Lc 7,13).

Amistad significa entrega, donación al otro. El amigo sabe dar gratuitamente, regalar su tiempo, su compañía, sus fuerzas, su vida entera. Los evan­gelistas describen a Jesús “desviviéndose” por los demás, entregando lo mejor de sí mismo a todos. No busca su éxito, su prestigio o bienestar. Es el amor lo que anima su vida entera. “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45). Su crucifixión no es sino la culminación de esa entre­ga. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Jesús ofrece su amistad a todos, incluso a aque­llos que son excluidos de la convivencia social (leprosos) o separados de unas relaciones amis­tosas (publicanos, prostitutas). Jesús se acerca a ellos, se sienta a su mesa, los acoge. La gente lo llama “amigo de publicanos y pecadores”. Pero los evangelistas destacan la amistad particularmente honda y entrañable que Jesús vive y cultiva con sus discípulos. Jesús les va revelando sus secretos más íntimos en una atmósfera de comunicación amistosa.
Cristo sigue brindando su amistad; muchos, a lo largo de los tiempos, lo han aceptado como amigo y han sido felices. Santa Teresa de Jesús fue una de esas buenas personas. Así se expresaba: “Que toda mi ansia era, y aún es que, pues tiene tan pocos amigos, que esos fuesen buenos”. Ser amigo de Jesús conlleva tener sus sentimientos y pensa­mientos, amoldarse a su vida.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Un buen pastor




El 4 de julio de 1958 el sacerdote Karol Wojtyla pasaba unos días de descanso en las montañas. Allí se enteró de su nombramiento como obispo. Regresando a Cracovia, se detuvo en un conven­to de monjas de clausura. Pidió que le abrieran la capilla. Permaneció durante más de ocho horas rezando, postrado ante el sagrario. Cuando las monjas, preocupadas, acudieron para indicarle que ya era de madrugada, el joven sacerdote res­pondió: “Por favor, déjenme un rato más; tengo muchas cosas que hablar con Jesús”. A lo largo de su vida ésta ha sido su norma de conducta. Estar unido al Buen Pastor.
“El buen pastor da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11). Las palabras de Jesucristo definen el Pon­tificado de Juan Pablo II. Él ha dado su vida por las ovejas que Cristo le ha confiado. Y ha ido por delante, como prosigue el evangelio de Juan: “Cuando las ha sacado todas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen”. El evangelio de Jn 10,1-10 nos habla del “pastor”, imagen que evoca al Dios del éxodo que acompaña a su pueblo, al Dios pro­vidente y cercano.
Juan presenta a Jesús como “el Buen Pastor”, “el Pastor, el Bueno”, el único y verdadero pastor. Jesús, no es como el ladrón, el bandido o merce­nario. A Él le interesan las ovejas, las conoce, sabe que las ovejas le pertenecen. Jesús dice: “Yo soy la puerta de las ovejas”, puerta para entrar en la vida y alcanzar la salvación. Quien entre a través de la puerta que es Jesús, “entrará y saldrá y encontrará pastos”.
Jesús “llama a cada una por su nombre”, porque conoce a cada una y son suyas y por eso “escu­chan” su voz y lo “siguen”. Seguir a Jesús Pastor y Mesías es encontrar la vida. Jesús sigue llamando: “Sígueme”.
En octubre de 1978 el cardenal Wojtyla escucha de nuevo la voz del Señor. Se renueva el diálogo con Pedro narrado en el Evangelio de esta ceremo­nia: “Simón de Juan, ¿me quieres? Apacienta mis ovejas”. A la pregunta del Señor: Karol ¿me quie­res?, él respondió desde lo profundo de su cora­zón: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quie­ro”. Y es cierto que el amor de Cristo fue la fuerza dominante en Juan Pablo II. Él tuvo un corazón de buen pastor para todos. Al leer su vida se puede comprender bien este texto de los Hechos: “Verda­deramente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que cualquier nación que le teme y practica la justicia le es grato. Él ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la Bue­na Nueva de la paz por medio de Jesucristo que es el Señor de todos” (He 10,34-36).
Junto al mandato de apacentar su rebaño, Cristo anunció a Pedro su martirio. Apacentando el reba­ño de Cristo, Pedro entra en el misterio pascual, se dirige hacia la Cruz y la Resurrección. El Señor lo dice con estas palabras, “cuando eras joven..., e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” (Jn 21,18).

Juan Pablo II desde que aceptó la encomienda de pastorear a la Iglesia sufrió lo indecible, por ser buen pastor. Él nos ha interpretado el miste­rio pascual como misterio de la divina misericor­dia. Escribe en su último libro: el límite impues­to al mal “es en definitiva la divina misericordia”. Y reflexionando sobre el atentado dice: “Cristo, sufriendo por todos nosotros, ha conferido un nuevo sentido al sufrimiento; lo ha introducido en una nueva dimensión, en un nuevo orden: el del amor... Es el sufrimiento que quema y consume el mal con la llama del amor y obtiene también del pecado un multiforme florecimiento de bien”. Alentado por esta visión, el Papa ha sufrido y ama­do en comunión con Cristo, y por eso, el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido tan elo­cuente y fecundo.
Muchas veces en sus cartas a los sacerdotes y en sus libros autobiográficos nos habló de su sacerdocio, en el que fue ordenado el 1 de noviembre de 1946. En esos textos interpreta su sacerdocio a partir de tres frases del Señor: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). La segunda palabra es: “El buen pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10,11). Y por último: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a voso­tros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9).
El papa fue sacerdote hasta el final porque ofre­ció su vida a Dios por sus ovejas y por toda la fami­lia humana. 
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.



Servir a los otros

Cuenta Carlos G. Vallés que un ogro atrapó a un hombre y le hizo su esclavo. Le hacía trabajar todos los días de la mañana a la noche, y si el hom­bre se quejaba, el ogro le amenazaba: “Si no haces lo que te mando, te comeré”.
El hombre temía y trabajaba. Hasta que un día se hartó y le dijo al ogro: “No trabajo. Cómeme si quieres”. Pero el ogro no se lo comió. El hombre cayó en la cuenta de que el ogro no podía comérselo porque se quedaría sin esclavo. Entonces negoció:
“Ahora si quieres que trabaje para ti ha de ser sólo por la mañana. Y tienes que pagarme todos los días. Con fines de semana libres y un mes de vacaciones”. Y el ogro lo aceptó.
Todos los miedos son infundados. Uno de tantos es el miedo al poder, a los de arriba.
Hay personas que tienen el servicio como pro­grama de su vida, al estilo de Jesús y de tantos otros que no han regateado esfuerzos por servir a la humanidad. Otros, sin embargo, buscan el poder, no como servicio, sino para servirse de los otros y no reparan en medios y fuerzas para con­seguir un escalafón. Cuando hablamos de poder se piensa en los grandes, en los políticos, en los que dominan. No, el afán de obtener un poquito de dominio radica en cada persona y en cada cora­zón. Y todos tendemos a esclavizar a los de abajo.
“Nos vemos —ha escrito Moeller— constantemente tentados a convertir a los demás en resonadores o am­plificadores de nuestro yo. Queremos poseernos más ampliamente en su mirada, en sus pensamientos, en su aprobación; entonces nos parece que ya no abraza­mos la miserable imagen de nuestra limitación indivi­dual, sino una silueta desmesuradamente agrandada, ampliada a las dimensiones de una familia, de un país o incluso de un mundo. Cada vez que la persona ama­da es reducida a la condición de espejo, se convierte en instrumento, en objeto bruto, del que yo me sirvo para agrandarme a mí mismo”.
Jefferson aseguraba que jamás comprendería cómo un ser racional podía considerarse dichoso por el solo hecho de mandar a otros hombres. Y, sin embargo, es un hecho que el gran sueño de todos los humanos es tener poder sobre algo, “mandar, aunque sea un hato de ganado” que decía Cervan­tes. Sabemos que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, pero el poder da fuerza y prestigio y por eso lo busca la gente, ya que “la fuerza y el miedo son dos diosas poderosas que levantan sus altares sobre cráneos blanquea­dos” (Mika Waltari).
Los que mandan, normalmente, se vuelven insen­sibles, se olvidan de los de abajo. Maurois tuvo el coraje de confesarlo: “Cuando empecé a vivir en el campo de los que mandan, me fue imposible durante mucho tiempo comprender las penas de los que son mandados”.
El poder ciega y llega a usar los mismos méto­dos que se han usado en el pasado. “El día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado” (Larra) y harás a los otros esclavos.
Vivir la vida, no es convivir, sino adueñarse de la de otros. “Vivir la vida consiste en adueñarse de la ajena. Los vampiros estarían de acuerdo... uno vive su vida cuando ha conseguido instalarse en el firmísimo propósito de ignorar que hay hombres que sufren, mujeres desesperadas, niños que mue­ren. Uno vive su vida cuando hace exclusivamen­te lo que es grato a los sentidos, sin darse ni que­rer darse por enterado de que en el vasto mundo hay almas y que él mismo tiene una mísera alma expuesta a extrañas y terribles sorpresas” (Bloy) 
El Papa Benedicto XVI, en la homilía que tuvo el día que recibió el palio y el anillo dijo:
“Era costumbre en el antiguo Oriente que los re­yes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pas­tor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los cor­deros, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi vida por las ovejas,” dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14). No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor.
Todas las ideologías del poder justifican la des­trucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Cru­cificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.
Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dis­puestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Que­ridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros”.
No es el poder el que salva, sino el amor. Dicho­sos aquellos que en su vida han optado por el servi­cio, por dar la vida por los otros, no por esclavizar, chupar vidas y cortar cabezas.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Isabel de la Trinidad

Celebramos hoy, 8 de noviembre, a la beata Isabel de la Trinidad.

Isabel Catez Rolland, hija de Francisco José y de María, nació en Bourges, Francia, el 18 de julio de 1880. Desde su más tierna edad se distinguió por su temperamento apasionado, propenso a arrebatos de cólera y de una sensibilidad exquisita.
Cuando contaba siete años, perdió a su padre, lo que fue causa de su "conversión" y de su cambio de carácter como fruto de su vida de ascesis y oración.
El 2 de enero de 1901, a los 21 años de edad, ingresaba en el convento carmelita de Dijón, ciudad donde vivía con su familia.
Isabel -que en el Carmelo se llamaría Isabel de la Trinidad- se propuso como lema ser "Alabanza de gloria de la Santísima Trinidad" y crecer de día en día "en la carrera del amor a los Tres".
Tomó el hábito el 8 de diciembre de 1902 y el 11 de enero de 1903 saltaba de gozo al emitir sus votos religiosos en la Orden del Carmen, a la que amaba con toda su alma.
Con su vida y su doctrina ha ejercido un gran influjo en la espiritualidad de nuestros días, debido, sobre todo, a su experiencia trinitaria. Preciosas son sus Elevaciones, Retiros, Notas Espirituales y sus Cartas.
El 9 de noviembre de 1906, con 26 años de edad, moría feliz como carmelita descalza.
Fue beatificada por el papa Juan Pablo II el 25 de noviembre de 1984.


"La Trinidad: aquí está nuestra morada, nuestro hogar, la casa paterna de la que jamás debemos salir... Me parece que he encontrado mi cielo en la tierra, puesto que el cielo es Dios y Dios está en mi alma. El día que comprendí eso todo se iluminó para mí."

Testimonio

Os presentamos a Fr. Jakov, joven carmelita descalzo de Croacia, que se encuentra ahora en Salamanca cursando estudios de Teología en la Universidad Pontificia. He aquí su testimonio:


     Dado que antes de hacerme carmelita descalzo estudié filosofía y literatura, no sorprende que mi vocación deje a su paso un rastro de libros. En una de sus cartas, Santa Edith Stein escribe de la fase en su vida de fe cuando los libros parecían arrojarse de las estanterías a sus manos. Con eso quería decir que en varias ocasiones se encontraba con justamente el libro necesario para avanzar un poco más en el camino. Yo he tenido esta experiencia también, y paso a paso ella me llevó a las obras de San Juan de la Cruz, y, a través de él, a todo el universo de la espiritualidad carmelitana. Después de mucho viajar, me quedé en este universo, y Dios en su bondad ha permitido que él se convierta en mi casa.

       Libros, junto con la oración, fueron así lo decisivo de mi vocación carmelitana. Cuando conocí el primer carmelita de carne y hueso y todavía viviente, ya había más o menos decidido entrar en la orden. Dos meses más tarde ya estaba en el monasterio. Una vocación relámpago, se podría decir. Aún así, era muy difícil dar el paso de una visión puramente imaginaria e idealizada de la vida consagrada a la realidad de esta misma vida. De hecho, no dudo en admitir que, si Dios no me hubiera ayudado de manera muy palpable en los momentos decisivos, nunca habría sido capaz de dar ese paso.
       El “confiar a Dios mi cayado”, para usar la hermosa expresión de un maravilloso franciscano croata, me ha llevado a lugares y situaciones en los cuales nunca soñé con encontrarme. Por ejemplo, a vivir en Salamanca, aprendiendo el castellano y estudiando la teología, conociendo y haciéndome amigo de hermanos carmelitas de todas las partes de España, así como de Lituania, Burkina Faso, México y muchos otros lugares. A estas estaciones externas en el camino del seguimiento de Cristo corresponden pasos invisibles hechos en el interior, donde el alma, palpando en la oscuridad, busca a su Creador. Para mí, un gran fan de Indiana Jones, la vida consagrada es la aventura máxima y definitiva, llena de retos y sorpresas, de la dificultad y el amor, con todo el universo como el terreno de su desarrollo, donde el tesoro oculto que se busca no es menos que El que está en la raíz de todas las cosas y que al mismo tiempo, de forma inexplicable, es lo más íntimo y personal de mí mismo. Como carmelita, soy un hijo de Santa Teresa de Jesús, una monja “inquieta y andariega”, la gran aventurera que dijo: “Dios es tan grande que vale la pena dedicar toda la vida a su búsqueda”.

Amó hasta el final


Nadie trató nunca a Abraham Lincoln con mayor desdén que Edwin Stanton. Él llamó a Lincoln “payaso de poca astucia” y lo apodó “el gorila origi­nal”. Lincoln no dijo nada. En lugar de ello, cuando necesitó a un Secretario de Guerra, Lincoln nom­bró a Stanton, porque era el mejor hombre para el puesto. Trató a Stanton con toda cortesía.
En la noche del asesinato de Lincoln, al mirar Stanton el rostro del Presidente, con lágrimas en los ojos dijo. “Ahí yace el más grande estadista que el mundo haya visto jamás”.
La bondad es una característica de los hijos de Dios. El bondadoso arde en deseos de hacer el bien a los otros, quiere todo el bien para ellos, aligera el dolor de los oprimidos por cualquier clase de mal­dad. Dios es el único bueno, para todos hace salir el sol. “Clemente y compasivo es el Señor, tardo en la cólera y grande en amor. Bueno es el Señor para con todos y sus ternuras sobre todas sus obras” (Sal 145,8-9).
Jesús fue un hombre especial, extraordinario en generosidad, bueno pero bueno de verdad, que pasó haciendo el bien sobre la tierra y curando a los opri­midos por el mal, porque Dios estaba con él (Hch 10,38). Por eso Pablo aconsejaba a los cristianos como norma de vida: “Mantengamos fijos los ojos en Jesús” (Hb 12, 2), para tener sus mismos senti­mientos, para obrar como él.
¿Quién era Jesús? ¿Cómo era Jesús?
Jesús estaba unido al Padre y era ungido por el Espíritu. Fue enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, a proclamar la liberación a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a dar libertad a los oprimi­dos y proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4,18-19). Él vino para los casos difíciles, para “salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).
En sus enseñanzas repetía que lo más importante era buscar a Dios, su Reino, que no se preocuparan de lo demás. Mil veces invitaba a sus oyentes a no tener miedo, a no dudar, a creer de verdad (Jn 8,46). A todos les dio ejemplo de amor, los amó hasta el final y fue lo único que les dejó como mandato: el que se amaran de verdad como él les había amado.
Sabemos que a los seguidores de Jesús, que “pro­clamen la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15), les acompañarán estos signos: expulsarán demonios, tomarán serpientes en sus manos, aun­que beban veneno nos les hará daño e impondrán la mano a los enfermos (Mc 16,17-18). Los discípulos de Jesús, tendrán el Espíritu de Jesús y disfrutarán de los frutos: amor, paz, alegría, fortaleza, amabili­dad, mansedumbre (Ga 5,22-23). Serán buenos de verdad.
Un día se apareció Jesús a santa María Mar­garita y le dijo: “He aquí el corazón que tanto ha amado a la humanidad”. A todos los que sufrimos de ira y de soberbia el Maestro nos ha dejado esta receta: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11;29). Y es cierto, Él nos ense­ñó a amar. Pasó haciendo el bien sobre la tierra, curando a los enfermos, dando vida a los muertos, levantando a los caídos, perdonando a los peca­dores. La bondad del corazón de Jesús se puso de manifiesto con sus enemigos, en los momentos más difíciles de su vida. En la cruz sus primeras palabras fueron “Padre perdónalos”. Su obra final fue morir para poder enviar a su Espíritu para dar­nos paciencia, bondad y generosidad (Ga 5:22).

Todo se logra con la bondad, poco se consigue con el palo. San Juan Bosco y san Francisco de Sales creían en este adagio: “Una gota de miel pue­de atraer más moscas que un barril de vinagre”. Con palos, broncas y durezas no se llega a ninguna parte. Podremos hacer que la otra persona no se mueva, mientras estamos delante, pero no habre­mos logrado cambiar su corazón si no procedemos con bondad.
Todo el que viaje a Thousand Island, en la parte del norte del Estado de Nueva York, es bueno que visite el Castillo Boldt. Fue construido por George Boldt para su esposa. George Boldt fue un emplea­do nocturno en un hotel de tercera clase en Filadel­fia. Una noche dos personas mayores muy cansa­das entraron a su hotel y le suplicaron: “Señor, por favor, no nos diga que no tiene cuartos. Mi esposa y yo hemos andado por toda la ciudad buscando un lugar donde quedarnos. No sabíamos de las convenciones tan concurridas que se dan aquí. Los hoteles donde normalmente paramos están llenos. Estamos cansadísimos y ya pasa de media noche. Por favor, no nos diga que no tiene un lugar don­de podamos dormir”. El empleado los miró unos instantes y respondió, “Bueno, no tengo un solo cuarto excepto el mío. Trabajo de noche y duermo de día. No es tan acogedor como las demás habi­taciones, pero está limpio y con gusto los acoge­ré como mis huéspedes esta noche”. La señora le dijo, “Dios lo bendiga, joven”.
La bondad es un don, pero es una tarea a reali­zar. Quien es bondadoso es una persona generosa, compasiva, benevolente y amistosa. El bondado­so se asemeja a Jesús en todo, posee un corazón manso y humilde, capaz de lograr lo inalcanzable. Jesús fue bueno con todos. Amó hasta el final. 
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Dios es amor


Geng Lei era un famoso arquero en el estado de Wei. Un día, mientras iba de excursión fuera de la ciudad con el rey, vio un ganso salvaje volando alto en el cielo. El rey le mandó que cobrase el ganso con una flecha. Él contestó: “No necesito flecha. Sólo con mi arco puedo hacer que ese ganso caiga del cielo”. Geeng Ying tensó, soltó e hizo vibrar la cuerda de su arco, y con eso el ganso salvaje cayó al instante ante sus mismos pies. “Eres un arque­ro maravilloso”, dijo el rey. Gen Lei explicó: “Este ganso salvaje había ya sido herido antes por una flecha, como pude ver por su vuelo y sus grazni­dos. Por eso cuando oyó el resonar de la cuerda de mi arco, creyó que le había herido otra flecha, y cayó al suelo”.


Dios conoce bien nuestros vuelos, pero también sabe de nuestras heridas y remedios para las mis­mas: el amor. Dios es una comunicación de amor. “Dios es Amor” (1Jn 4,16). Por eso dice San Juan: “El que no ama, no conoce a Dios; porque Dios es amor” (1Jn 4,8).
El amor de Dios es eterno. “Porque los montes se distanciarán y las colinas se moverán, mas mi amor no se apartará de tu lado” (Is 54,10). “Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti” (Jr 31,3).

El amor de Dios a Israel es comparado al amor de un padre a su hijo (Os 11,1). Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos (Is 49,14-15). Dios ama a su Pueblo más que un espo­so a su amada (Is 62,4-5).
Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor abarca a todos sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18,14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20,28).

Luego el amor proviene de Dios y es Él quien lo demuestra a cada persona otorgándole la capa­cidad de amar. El objeto fiel del amor de Dios es Jesucristo, y así lo expresa el Padre: “Este es mi Hijo amado, en el cual me complazco” (Mt 3,17). Dios ama a todos. Así nos lo dice el libro de la Sabiduría: “Amas a todos los seres, y no aborreces nada de lo que has creado”. Y el Nuevo Testamen­to: “Dios demuestra el amor que nos tiene, porque cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,8).
Al decir que Dios es amor, afirmamos lo más esencial y poco más se puede añadir al hablar de Dios. Es bueno, no obstante, acercarnos a la expe­riencia de los Padres de la Iglesia, de los santos y de los teólogos, ya que Dios no es una realidad abstracta, sino experiencia de vida.
“El Amor es el que ha hecho descender a Dios sobre la tierra”, dice san Macario, y Orígenes, con san Pablo, llama a Jesús “El Hijo del Amor”, ya que si Dios es Amor “también el que viene de Dios es Amor (...) si Dios Padre es Amor y el Hijo es tam­bién Amor, y por otra parte amor y amor son una sola cosa y en nada difieren se sigue que el Padre y el Hijo son justamente una sola cosa”.
“Es el amor el que nos hace conocer” (san Gre­gorio Magno). Cualquiera que empieza a conocer o amar a Dios, no puede dejar de quedarse con Él. Unas personas lo descubren en la niñez, otros ya en la edad adulta. Cuando san Agustín cayó en la cuenta de lo que era, dijo: “¡Tarde te amé! ¡Oh hermosura tan antigua y siempre nueva! ¡Tarde te amé! (...) Me tocaste y me abrasé...”. Y, desde entonces, san Agustín no se cansará de hablar del amor. “Dios es tu todo. Si tienes hambre, es tu pan; si tienes sed, es tu agua; si estás en la oscuridad, es tu luz que permanece siempre incorruptible”.


El amor es todo en la vida: fuerza, motor, vida... En las primeras intervenciones de Benedicto XVI afirmaba estas ideas fundamentales: “Lo que redi­me no es el poder, sino el amor”. “Si el mundo se salva será por quienes se entregan generosamente al servicio de los demás”. “El amor es el que impul­sa a la persona al servicio de la verdad, a la justicia y al bien”.
Dios es amor, así nos lo ha recordado el Papa en su primera encíclica. De esta experiencia han vivi­do los seres humanos. 

De esta absoluta verdad está convencido san Bernardo cuando exclama: “Dios es Amor y nada creado puede colmar a la criatura hecha a imagen de Dios, sino Dios Amor, solo Él es mas grande que cualquier criatura”.

“Si Él tuviera una billetera, llevaría en ella tu foto.
Él te envía flores cada primavera.
Él te regala un amanecer soleado cada mañana.
Las veces que deseas hablar, Él te escucha.
Él puede vivir en cualquier parte del universo,
pero eligió... tu corazón.
Reconócelo amigo. ¡Él está loco por ti!
Dios no prometió días sin dolor,
risas sin penas, sol sin lluvias,
pero prometió fortaleza para el día,
consuelo para las lágrimas, y luz para el camino”
[(F. Cabral).

P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.