"Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?".
Ellos le respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?".
Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día".
(Jn. 1, 38-39)

Servir a los otros

Cuenta Carlos G. Vallés que un ogro atrapó a un hombre y le hizo su esclavo. Le hacía trabajar todos los días de la mañana a la noche, y si el hom­bre se quejaba, el ogro le amenazaba: “Si no haces lo que te mando, te comeré”.
El hombre temía y trabajaba. Hasta que un día se hartó y le dijo al ogro: “No trabajo. Cómeme si quieres”. Pero el ogro no se lo comió. El hombre cayó en la cuenta de que el ogro no podía comérselo porque se quedaría sin esclavo. Entonces negoció:
“Ahora si quieres que trabaje para ti ha de ser sólo por la mañana. Y tienes que pagarme todos los días. Con fines de semana libres y un mes de vacaciones”. Y el ogro lo aceptó.
Todos los miedos son infundados. Uno de tantos es el miedo al poder, a los de arriba.
Hay personas que tienen el servicio como pro­grama de su vida, al estilo de Jesús y de tantos otros que no han regateado esfuerzos por servir a la humanidad. Otros, sin embargo, buscan el poder, no como servicio, sino para servirse de los otros y no reparan en medios y fuerzas para con­seguir un escalafón. Cuando hablamos de poder se piensa en los grandes, en los políticos, en los que dominan. No, el afán de obtener un poquito de dominio radica en cada persona y en cada cora­zón. Y todos tendemos a esclavizar a los de abajo.
“Nos vemos —ha escrito Moeller— constantemente tentados a convertir a los demás en resonadores o am­plificadores de nuestro yo. Queremos poseernos más ampliamente en su mirada, en sus pensamientos, en su aprobación; entonces nos parece que ya no abraza­mos la miserable imagen de nuestra limitación indivi­dual, sino una silueta desmesuradamente agrandada, ampliada a las dimensiones de una familia, de un país o incluso de un mundo. Cada vez que la persona ama­da es reducida a la condición de espejo, se convierte en instrumento, en objeto bruto, del que yo me sirvo para agrandarme a mí mismo”.
Jefferson aseguraba que jamás comprendería cómo un ser racional podía considerarse dichoso por el solo hecho de mandar a otros hombres. Y, sin embargo, es un hecho que el gran sueño de todos los humanos es tener poder sobre algo, “mandar, aunque sea un hato de ganado” que decía Cervan­tes. Sabemos que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, pero el poder da fuerza y prestigio y por eso lo busca la gente, ya que “la fuerza y el miedo son dos diosas poderosas que levantan sus altares sobre cráneos blanquea­dos” (Mika Waltari).
Los que mandan, normalmente, se vuelven insen­sibles, se olvidan de los de abajo. Maurois tuvo el coraje de confesarlo: “Cuando empecé a vivir en el campo de los que mandan, me fue imposible durante mucho tiempo comprender las penas de los que son mandados”.
El poder ciega y llega a usar los mismos méto­dos que se han usado en el pasado. “El día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado” (Larra) y harás a los otros esclavos.
Vivir la vida, no es convivir, sino adueñarse de la de otros. “Vivir la vida consiste en adueñarse de la ajena. Los vampiros estarían de acuerdo... uno vive su vida cuando ha conseguido instalarse en el firmísimo propósito de ignorar que hay hombres que sufren, mujeres desesperadas, niños que mue­ren. Uno vive su vida cuando hace exclusivamen­te lo que es grato a los sentidos, sin darse ni que­rer darse por enterado de que en el vasto mundo hay almas y que él mismo tiene una mísera alma expuesta a extrañas y terribles sorpresas” (Bloy) 
El Papa Benedicto XVI, en la homilía que tuvo el día que recibió el palio y el anillo dijo:
“Era costumbre en el antiguo Oriente que los re­yes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pas­tor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los cor­deros, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi vida por las ovejas,” dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14). No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor.
Todas las ideologías del poder justifican la des­trucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Cru­cificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.
Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dis­puestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Que­ridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros”.
No es el poder el que salva, sino el amor. Dicho­sos aquellos que en su vida han optado por el servi­cio, por dar la vida por los otros, no por esclavizar, chupar vidas y cortar cabezas.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.