Cuenta
Carlos G. Vallés que un ogro atrapó a un hombre y le hizo su esclavo. Le hacía
trabajar todos los días de la mañana a la noche, y si el hombre se quejaba, el
ogro le amenazaba: “Si no haces lo que te mando, te comeré”.
El
hombre temía y trabajaba. Hasta que un día se hartó y le dijo al ogro: “No
trabajo. Cómeme si quieres”. Pero el ogro no se lo comió. El hombre cayó en la
cuenta de que el ogro no podía comérselo porque se quedaría sin esclavo.
Entonces negoció:
“Ahora
si quieres que trabaje para ti ha de ser sólo por la mañana. Y tienes que
pagarme todos los días. Con fines de semana libres y un mes de vacaciones”. Y
el ogro lo aceptó.
Todos
los miedos son infundados. Uno de tantos es el miedo al poder, a los de arriba.
Hay personas que tienen el servicio como programa
de su vida, al estilo de Jesús y de tantos otros que no han regateado esfuerzos
por servir a la humanidad. Otros, sin embargo, buscan el poder, no como
servicio, sino para servirse de los otros y no reparan en medios y fuerzas para
conseguir un escalafón. Cuando hablamos de poder se piensa en los grandes, en
los políticos, en los que dominan. No, el afán de obtener un poquito de dominio
radica en cada persona y en cada corazón. Y todos tendemos a esclavizar a los
de abajo.
“Nos vemos —ha escrito Moeller—
constantemente tentados a convertir a los demás en resonadores o amplificadores
de nuestro yo. Queremos poseernos más ampliamente en su mirada, en sus
pensamientos, en su aprobación; entonces nos parece que ya no abrazamos la
miserable imagen de nuestra limitación individual, sino una silueta
desmesuradamente agrandada, ampliada a las dimensiones de una familia, de un
país o incluso de un mundo. Cada vez que la persona amada es reducida a la
condición de espejo, se convierte en instrumento, en objeto bruto, del que yo
me sirvo para agrandarme a mí mismo”.
Jefferson
aseguraba que jamás comprendería cómo un ser racional podía considerarse
dichoso por el solo hecho de mandar a otros hombres. Y, sin embargo, es un
hecho que el gran sueño de todos los humanos es tener poder sobre algo,
“mandar, aunque sea un hato de ganado” que decía Cervantes. Sabemos que el
poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, pero el poder da
fuerza y prestigio y por eso lo busca la gente, ya que “la fuerza y el miedo
son dos diosas poderosas que levantan sus altares sobre cráneos blanqueados”
(Mika Waltari).
Los
que mandan, normalmente, se vuelven insensibles, se olvidan de los de abajo.
Maurois tuvo el coraje de confesarlo: “Cuando empecé a vivir en el campo de los
que mandan, me fue imposible durante mucho tiempo comprender las penas de los
que son mandados”.
El
poder ciega y llega a usar los mismos métodos que se han usado en el pasado.
“El día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado” (Larra) y
harás a los otros esclavos.
Vivir
la vida, no es convivir, sino adueñarse de la de otros. “Vivir la vida consiste
en adueñarse de la ajena. Los vampiros estarían de acuerdo... uno vive su vida
cuando ha conseguido instalarse en el firmísimo propósito de ignorar que hay
hombres que sufren, mujeres desesperadas, niños que mueren. Uno vive su vida
cuando hace exclusivamente lo que es grato a los sentidos, sin darse ni querer
darse por enterado de que en el vasto mundo hay almas y que él mismo tiene una
mísera alma expuesta a extrañas y terribles sorpresas” (Bloy)
El
Papa Benedicto XVI, en la homilía que tuvo el día que recibió el palio y el
anillo dijo:
“Era costumbre en el antiguo
Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una
imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas
de las que el pastor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor
de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto
de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados.
Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor
[...]. Yo doy mi vida por las ovejas,” dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14). No
es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él
mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que
actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor.
Todas
las ideologías del poder justifican la destrucción de lo que se opondría al
progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia
de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios que se ha
hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los
crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por
la impaciencia de los hombres.
Una
de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que
le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta
mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar
quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar
significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios,
de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el
Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad
por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que
aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a
cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para
que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el
Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros”.
No
es el poder el que salva, sino el amor. Dichosos aquellos que en su vida han
optado por el servicio, por dar la vida por los otros, no por esclavizar,
chupar vidas y cortar cabezas.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.