Hay una leyenda en que se cuenta que un hombre cayó en un pozo.
Pasó Buda y le dijo: “Si hubieras cumplido lo que yo enseño, no te habría
sucedido eso”. Pasó Confucio, y le dijo: “Cuando salgas, vente conmigo y te
enseñaré a no caer más en el pozo”. Pasó Jesús, vio a aquel hombre desesperado,
y bajó al pozo para ayudarlo a salir.
Jesús es el amigo que ha dado la vida por los amigos y enemigos.
Hace ya más de 2500 años, Confucio caracterizó las relaciones de
amistad como las únicas que no estaban sometidas a ningún tipo de jerarquía. La
amistad lo iguala todo: cultura, profesión... Jesús nos ha revelado que Dios es
amor y tiene un amor especial para con los más necesitados. San Pablo pedía
para los cristianos “ser capaces de comprender, con todos los creyentes, la
anchura, la longitud, la altura y la profundidad: en una palabra, que
conozcáis el amor de Cristo, que supera todo conocimiento” (Ef 3,18-19). En el
amor que Dios nos tiene permanece siempre un misterio, aunque accesible a través
de la experiencia humana del amor. San Juan nos recuerda que “el amor viene de
Dios” (1Jn 4,7). Quien ama es porque ha conocido a Dios. Jesús ha sido llamado
“el hombre para los demás”. En él estaba la plenitud del amor y de la
fidelidad; por Cristo Jesús llegó el amor y la fidelidad (Jn 1,15-17).
Para Jesús, el “mayor amor” es el amor de amistad. Y los amigos
se eligen; no se imponen. Él nos eligió como sus amigos, libremente. “No me
elegisteis vosotros a mí, sino yo a vosotros” (Jn 15,16). Jesús practicó la
amistad y trabó una amistad fuerte sólo con algunos de sus discípulos. Jesús,
por amor, se hizo uno más de nosotros. El actuar de Jesús es por amor. Veamos
algunos rasgos: así trata Jesús al joven desconocido que se acerca a él
buscando orientación: “Fijando en él su mirada, le amó” (Mc 20,2); a la mujer
pecadora que llora a sus pies: “Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha
salvado. Vete en paz” (Lc 7,48-50); a su discípulo Pedro: “Fijando su mirada
en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas” (Jn
1,42).
Encontramos también en Jesús el cariño, incluso emocionado, hacia
las personas, que no es signo de debilidad sino revelación de un sentimiento
hondo de amor y de amistad. Así reacciona ante unos ciegos que le piden su
curación: “Jesús se conmovió, tocó sus ojos, y al momento recobraron la vista y
le siguieron” (Mt 20,34). Es conocida la escena de Betania; al acercarse a
María, desconsolada por la muerte de su hermano Lázaro, Jesús, “viéndola
llorar... se conmovió profundamente y se echó a llorar. Los judíos comentaban:
¡Miren cuánto lo quería!” (Jn 11,33-35).
El mismo afecto emocionado manifiesta Jesús ante la ciudad de
Jerusalén: “Al acercarse y ver la ciudad, se le saltaron las lágrimas por ella
y dijo: ¡Si también tú comprendieras lo que conduce a la paz! Pero no, no
tienes ojos para verlo” (Lc 19,41). Así es Jesús. Basta una palabra, una
situación humana, un sufrimiento, para que brote su afecto lleno de ternura.
La amistad se convierte en compasión cuando las personas queridas
sufren o se encuentran mal. El amigo se acerca al sufrimiento del otro, lo
acoge, se identifica con su dolor y sus problemas, sufre, acompaña, ayuda.
Amistad significa también benevolencia, es decir, un afecto que quiere el bien
de las personas y lo busca. Es este sentimiento el que mueve a Jesús. “Al
desembarcar, vio una gran multitud; se conmovió porque estaban como ovejas sin
pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas” (Mc 6,33). Esta amistad se manifiesta
de forma más entrañable con las personas por las que siente predilección
especial; así sucede con la familia de Marta. El evangelista señala que “Jesús
quería a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). Pero también con el
discípulo que lo ha negado: “El Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro
las palabras que le había dicho el Señor” (Lc 22,61).
En cierta ocasión “se le acercó un leproso y le suplicó de
rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Conmovido, Jesús extendió la
mano, lo tocó y dijo: Quiero, queda limpio (Mc 1,40-41). En Naím, al ver
a una viuda llorando la muerte de su hijo único, Jesús se acerca. “Al verla el
Señor se conmovió y le dijo: No llores” (Lc 7,13).
Amistad significa entrega, donación al otro. El amigo sabe dar
gratuitamente, regalar su tiempo, su compañía, sus fuerzas, su vida entera. Los
evangelistas describen a Jesús “desviviéndose” por los demás, entregando lo
mejor de sí mismo a todos. No busca su éxito, su prestigio o bienestar. Es el
amor lo que anima su vida entera. “El Hijo del Hombre no ha venido a ser
servido sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45). Su
crucifixión no es sino la culminación de esa entrega. “Habiendo amado a los
suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Jesús ofrece su amistad a todos, incluso a
aquellos que son excluidos de la convivencia social (leprosos) o separados de
unas relaciones amistosas (publicanos, prostitutas). Jesús se acerca a ellos,
se sienta a su mesa, los acoge. La gente lo llama “amigo de publicanos y
pecadores”. Pero los evangelistas destacan la amistad particularmente honda y
entrañable que Jesús vive y cultiva con sus discípulos. Jesús les va revelando
sus secretos más íntimos en una atmósfera de comunicación amistosa.
Cristo sigue brindando su amistad; muchos, a
lo largo de los tiempos, lo han aceptado como amigo y han sido felices. Santa
Teresa de Jesús fue una de esas buenas personas. Así se expresaba: “Que toda mi
ansia era, y aún es que, pues tiene tan pocos amigos, que esos fuesen buenos”.
Ser amigo de Jesús conlleva tener sus sentimientos y pensamientos, amoldarse a
su vida.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.