“Ya
estoy cansada de ser fría y de correr río abajo. Dicen que soy necesaria. Pero
yo preferiría ser hermosa. Y encender entusiasmos. Y hacer arder el corazón de
los enamorados. Y ser roja y cálida. Quisiera ser fuego y llama”. Así pensaba
el agua de un río de montaña. Y como quería ser fuego, decidió escribir una
carta a Dios para pedirle que cambiara su identidad.
“Querido
Dios: Tú me hiciste agua. Pero quiero decirte que me he cansado de ser
transparente. Prefiero el color rojo para mí. Desearía ser fuego. ¿Puede ser?
Tú mismo, Señor, te identificaste con una zarza ardiendo y dijiste que habías
venido a poner fuego a la tierra. No recuerdo que nunca te compararas con el
agua. Por eso, creo que comprenderás mi deseo. Necesito este cambio para mi
realización personal…”.
El
agua salía todas las mañanas para ver si llegaba la respuesta de Dios. Una
tarde pasó una lancha y dejó caer al agua un sobre muy rojo.
El
agua lo abrió y leyó: “Querida hija: Me apresuro a contestar tu carta. Parece
que te has cansado de ser agua. Yo lo siento mucho porque no eres un
agua cualquiera. Tu abuela fue la que me bautizó en el Jordán, y yo te tenía
destinada a caer sobre la cabeza de muchos niños. Tú preparas el camino del
fuego. Mi Espíritu no baja a nadie que no haya sido lavado por ti. El agua
siempre es primero que el fuego…”.
Mientras
el agua estaba embebida leyendo la carta, Dios bajó a su lado y la contempló en
silencio. El agua se miró a sí misa y vio el rostro sonriente de Dios reflejado
en ella.
Y
Dios seguía sonriendo, esperando una respuesta.
El
agua comprendió que el privilegio de reflejar el rostro de Dios sólo lo tiene
el agua limpia…Suspiró y dijo: “Sí, Señor. Seguiré siendo agua. Seguiré siendo
tu espejo. Gracias”. (María Dolores Torres).
El agua es fuente de vida. Nos limpia y nos calma la
sed. Fecunda la tierra y renueva la juventud de nuestros cuerpos. A través del
agua, en el bautismo, el cristiano queda incorporado en Cristo y se reviste de
una criatura nueva. Para los que son liberados del pecado, el agua es salvación
y vida. Para los que prefieren vivir en la esclavitud, el agua es muerte, como
en el diluvio y en el paso del Mar Rojo.
El misterio de salvación del agua lo presenta el
evangelio de Juan en el diálogo de Cristo con la Samaritana. No consiste en
tener mucho agua, en beber, sino en creer en El y beber de su agua, agua viva
que se convertirá en fuente que saltará hasta la vida eterna (Jn 4.11-14).
Cuando dejamos que Dios nos limpie con su agua, cada
agua, por muy sucia que esté, será capaz de reflejar el rostro de Dios, de
aceptarse como agua y de aceptar a los otros, sean de la nación que sean.
Santa Teresa hablaba de cómo reflejamos a Dios, según
estemos en gracia o en pecado. Si estamos en gracia, veremos a Cristo en todas
las parte de nuestro ser; al estar en pecado mortal “se cubre nuestro espejo de
una gran niebla y queda muy negro” y por lo tanto, no se puede representar ni ver
al Señor (Vida, 40.5). Podemos
ser como el agua: espejos claros, negros, o peor, quebrados.
Yo quiero ser como el agua
que calma y ahuyenta la sed
y canta las penas del viento
y brilla en ella el ciprés.
Yo quiero ser como el agua
que arrastra secretos de fe
y siempre corre adelante
y besa a la loma los pies.
Yo quiero ser como el agua
fría y caliente a la vez,
refrescar con ternura la tierra
y
embriagarla de dicha y de bien.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.