Eran dos sacerdotes
que prestaban sus servicios en dos parroquias cercanas. Aunque los dos habían
recibido la misma misión, no se comportaban igual ante las bodas. El primero
iba recogiendo los granos de arroz para echárselo en cara a los feligreses. El
segundo también los almacenaba, pero para darles una paella cada año.
La misma situación, la misma realidad puede provocar en nosotros sentimientos
de ira o de amor. Y ante cualquier realidad Jesús nos dice: “Dichosos los
constructores de paz porque ellos heredarán la tierra” (Mt 5, 5).
Todos anhelamos la paz. Los filósofos, desde la antigüedad, tenían cuatro
grandes aspiraciones:
– superar la falta de paz, propia del vivir en la superficie de las cosas;
– superar la falta de paz, en medio de un mundo de continuos cambios y
movimientos;
– superar la falta de paz, ampliando el horizonte, en busca de una visión de
conjunto;
– superar la falta de paz, causada por las contradicciones de la vida diaria:
buscar la armonía profunda.
Hay que vivir en paz con el propio cuerpo, con el lenguaje, con la propia
biografía, con la edad, con la conciencia, con la vida. Puede ayudarnos a
conseguir la paz, el tener en cuenta el último sermón de Buda a sus discípulos.
En él se habla de ocho aprendizajes que conllevan las correspondientes
revelaciones: aprender a desear, aprender a conversar sin discutir, aprender a
perseverar en el camino interior, aprender a vivir en el tiempo sin
obsesionarse por él, aprender a relacionarse con todo y con todos
contemplativamente; aprender a saborear la soledad, aprender a no exagerar,
aprender a cultivar la sabiduría lúcida y compasiva.
Dentro de nosotros se gesta la paz o la guerra, de nuestras actitudes y
relaciones con los demás depende el futuro de la humanidad. La paz, como la
vida, escuchamos con frecuencia, están gravemente amenazadas. El poder
destructor de muchas naciones es enorme. El mundo está dividido, ricos y
pobres, divisiones raciales, divisiones nacionales y culturales, las
injusticias son enormes. La gravedad del momento exige una revolución de amor.
Nadie, desgraciadamente, puede devolver la paz a los que murieron en la guerra.
Nadie puede reparar el dolor y curar la herida de la familia destrozada por la
muerte de un ser querido. Ojalá en cada amanecer pueda seguir colgado un
letrero que diga: aquí queremos paz y vivimos en paz.
La paz es fruto de la justicia y del amor. Un gesto habla más que mil palabras
y así se hace en el momento de la Eucaristía. Con el gesto de la paz nos
preparamos para la comunión. Antes de recibir a Jesús nos damos unos a otros la
paz. El gesto de la paz ha cambiado en la historia hasta llegar a su forma
actual. Los primeros cristianos se daban en la celebración el famoso beso de la
paz, del que habla San Pablo (Rm 16,16).
El Misal describe así la intención del gesto de paz: los fieles “imploran la
paz y la unidad para la Iglesia y para toda la familia humana, y se expresan
mutuamente la caridad antes de participar de un mismo pan”. ¿De qué paz se
trata? José Aldazabal nos apunta que se trata de la paz de Cristo. Es la paz de
Cristo. No una paz que conquistamos nosotros con nuestro esfuerzo, sino que nos
concede el Señor. No es una paz humana, se trata de la paz de Cristo: “la paz
os dejo, mi paz os doy”. La paz es, sobre todo, don del Espíritu.
Es un gesto de fraternidad cristiana y eucarística. Un gesto que nos hacemos
unos a otros antes de atrevernos a acudir a la comunión: para recibir a Cristo
nos debemos sentir hermanos y aceptarnos los unos a los otros. Vista así, la
actitud de fraternidad en Cristo es el fruto principal de la Eucaristía. El que
nos une en verdad –por encima de gustos, amistades e intereses- Cristo Jesús,
que nos ha hecho el don de su Palabra y ahora el de su Cuerpo y su Sangre. La
actitud de fraternidad se exige para la comunión y ésta nos lleva a compartir,
pues aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque participamos
de un mismo Pan (1Co 10, 17).
Es una paz universal: sea quien sea el que está a nuestro lado –un anciano, un
niño, un amigo, un desconocido- nuestra mano tendida y nuestra sonrisa es todo
un símbolo de cómo entendemos la paz de Cristo. Cristo se entrega a todos por
igual. Comulgar con Cristo conlleva comulgar con los otros y terminar con toda
clase de barreras y divisiones.
Es una paz en construcción, nunca del todo conseguida. Los cristianos piden la
paz, al mismo tiempo que se comprometen a ella como a una tarea. El darse la
paz es más que un gesto, es un compromiso de buscar y trabajar por la paz.
Jesús, el Príncipe de la Paz, ha venido a traernos la paz y a hacer de cada
cristiano un instrumento de paz.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.