– ¿Tú crees en
Dios?
– Sí.
– ¿Y sabes quién es
Dios?
– Sí.
– Bueno, ¿quién es
Dios?
– ¡Es Dios!
– ¿Vas a la
iglesia?
– No.
– ¿Por qué no?
– ¡Porque ya sé
todo lo que hay que saber!
– ¿Qué es lo que
sabes?
– Sé amar al Señor
Dios y a la gente, a los gatos y a los perros, a las arañas, a las flores y a
los árboles... –la enumeración seguía y seguía– con todo mi corazón.
Así
respondía Anna al párroco del barrio cuando le preguntaba por Dios.
Anna era una
chica especial. A los seis años era teóloga, matemática, filósofa, poeta y jardinera.
Los ojos de Anna eran grandes y profundos como abismos de interrogantes. Quien
le hacía una pregunta siempre obtenía la respuesta adecuada.
Anna
no llegó a cumplir los ocho años; murió en un accidente. Pero murió con una
sonrisa en su hermoso rostro, como diciendo: “Apuesto a que el Señor Dios me
deja entrar en el cielo”.
Anna
sin duda que llegó al cielo, pues nadie mejor que Anna conocía y amaba a Dios.
Dios vivía en ella. Esta pequeña estaba encantada con Él. Sufría, precisamente,
porque los demás no podían ver la belleza de Dios, un Dios pequeño, hecho al
alcance de cada uno. El Dios de Anna no tenía un solo punto de vista, sino una
infinidad desde donde poder verlo. La religión consistirá en ser como Dios, a
quien cada uno deberá responder a todas las preguntas que le haga. Muchos
comportamientos no tenían nada ver con el Dios de Anna.
A
Anna no le gustaba ir a las clases que daban sobre Dios, porque no enseñaban
cómo es Él. No enseñaban a descubrir nuevas cosas, a agrandar a Dios. Lo único
que hacían, decía, es empequeñecer a la gente.
Muchos
usan a Dios para sus fracasos. Dicen: “Él debería haber hecho esto” o “¿por qué
Dios me hace algo así?”.
La
vida de Anna era para ella y para el Señor Dios. Recordaba en una sola
declaración muchos siglos de enseñanza: “Y Dios dijo: ámame, ámalos, ámalo, y
no te olvides de amarte a ti mismo también”.
Así
sigue hablando, más o menos, el libro “Señor Dios, soy Anna”.
Si el Dios del que habla y vive Anna estuviera en
nuestras vidas, nuestro mundo sería distinto. Descubriríamos un mundo
fascinante en el que dos más tres no siempre son cinco, en el que el dos no es
más que un cinco visto al revés, en el que un espejo muestra la parte de afuera
de las cosas, lo que a menudo nada tiene que ver con lo que hay dentro de cada
persona. Conociendo al Señor de Anna, nos daríamos cuenta de que lo único
verdaderamente importante es aprender a amar y vivir de esa lección
aprendida.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.