Cada día, dice Susanna Tamaro, los
pájaros se despertarán en la copa de los árboles a la misma hora, cantarán de
la misma manera y apenas hayan terminado de cantar, irán en busca de alimento.
En cambio, para los seres humanos todo será diferente. Tal vez se apliquen con
buena voluntad a la construcción de un mundo mejor. ¿Ocurrirá eso? Tal vez,
pero acaso no.
«Mientras hay vida, hay esperanza», dice un refrán
popular. La esperanza es connatural al ser humano. Los seres humanos necesitamos
la esperanza para seguir viviendo. De ella echa mano el enfermo para luchar y
curarse; el prisionero para hacer todo lo posible por salir de la esclavitud.
A pesar de todos los adelantos, el mundo parece un inmenso vacío donde
la persona se siente sola y desamparada. Las falsas esperanzas nacen por todas
partes y, como éstas no pueden llenar el corazón humano, surge un mundo sin
esperanza. Las personas no esperan mucho de la sociedad, de los demás, de sí
mismas. El mal humor, la tristeza se hacen cada vez más presentes, el cansancio
se adueña del alma; desaparece la alegría y las personas no saben dónde
encontrar fuerzas para vivir.
La falta de esperanza se manifiesta en una falta de confianza. Una
sociedad sin esperanza es una sociedad sin futuro. Si matamos la esperanza de
los débiles, de los marginados y los que no cuentan, enterramos la vida. El
abrirnos a Dios y a los demás, los más desesperanzados, puede darnos energías
para contagiar y sembrar esperanza. Dios nos ha regenerado por medio de la
resurrección de Jesús a una esperanza viva (1 P 1, 3).
Para que algo sea objeto de esperanza debe reunir
cinco condiciones: que sea un bien, que sea necesario, que sea posible, que sea
futuro y que sea difícil de conseguir. En todo
momento tenemos que estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza (1 P 3,
15).
Alguien dijo que la «esperanza es el sueño de un hombre despierto». «La
virtud que más me gusta, dice Dios, es la esperanza… Esa pequeña esperanza que
parece una cosita de nada, esta pequeña niña esperanza inmortal». En estos
conocidos versos de Charles Péguy nos mostraba a Dios sorprendido por la
esperanza. No le resulta sorprendente a Dios la fe y la caridad. En la Biblia
vemos cómo Dios espera en los seres humanos y a los que esperan en Él les
brotan las fuerzas.
Cada día nace el anhelo de buscar un porvenir más humano y más justo.
«Si no se espera, no se dará con lo inesperado», afirmaba Heráclito. Pero esta
espera tiene que ser activa; la esperanza de los brazos cruzados no funciona.
La esperanza cristiana se compromete a trabajar por un mundo más justo, más
libre y más fraterno. Sin embargo, hay momentos en la existencia en que algunos
repiten, como Israel: «Nuestra esperanza se ha destruido» (Ez 37,
11). Pero los profetas siguen anunciado paz, salvación, luz, redención. Israel
«será saciado de bendiciones» (Jr 31, 14).
Para el mundo de hoy es necesaria la esperanza. Quien espera de verdad
está firmemente convencido de que para Dios no hay nada imposible (Lc 1,
37), y sabemos, según afirma san Juan de la Cruz, que se obtiene de Dios cuanto
de Él se espera. San Pablo nos exhorta a no contristarnos como los que no
tienen esperanza (1 Ts 4, 12). «Singular virtud de la esperanza,
singular misterio. No es una virtud como las demás, sino, en
cierto modo, una virtud contra las otras. Se enfrenta a todas
las virtudes, a todos los misterios. Es ella, la pequeña esperanza la que pone
todo en movimiento» (Charles Péguy).
A muchos se les marchita la esperanza ante las dificultades de la vida.
Sin embargo, hay otras personas que renacen de sus cenizas, esperando con gozo,
paciencia y confianza. Hay una gran certeza y una gran dicha en el que espera (Tt 2,
13), apoyado en la seguridad de conseguir lo que anhela. Esperar supone tener
paciencia y confianza. Somos amigos de la prisa, de la eficacia, de la
impaciencia. Igual que el labrador tiene que aguardar pacientemente a que
llegue el tiempo de recoger los frutos, así quien desea cosechar, tendrá que
armarse de mucha paciencia para que los problemas puedan resolverse, para que
el otro pueda crecer, para que uno mismo pueda cambiar.
Tan esencial como
la fe y el amor es la esperanza, pues no puede haber fe o amor sin
esperanza. Una fe sin esperanza no tendría razón de ser. Debemos, pues, sembrar
esperanza, poner la esperanza al sol, al abrigo de la fe y del amor, lo mismo que
se ponen ahora las plantas de exterior para que den fruto en primavera, para
que crezcan. Debemos recuperar la esperanza robada por el miedo, por las
tristezas, por los fracasos… Levantarse, ponerse en pie y dejar que Dios nos
guíe, aunque el camino sea largo y empinado, y seguir soñando con los ojos
abiertos.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.