"Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?".
Ellos le respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?".
Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día".
(Jn. 1, 38-39)

Ser instrumentos de paz



Eran dos sacerdotes que prestaban sus servicios en dos parroquias cercanas. Aunque los dos habían recibido la misma misión, no se comportaban igual ante las bodas. El primero iba recogiendo los granos de arroz para echárselo en cara a los feligreses. El segundo también los almacenaba, pero para darles una paella cada año.

La misma situación, la misma realidad puede provocar en nosotros sentimientos de ira o de amor. Y ante cualquier realidad Jesús nos dice: “Dichosos los constructores de paz porque ellos heredarán la tierra” (Mt 5, 5).
Todos anhelamos la paz. Los filósofos, desde la antigüedad, tenían cuatro grandes aspiraciones:
– superar la falta de paz, propia del vivir en la superficie de las cosas;
– superar la falta de paz, en medio de un mundo de continuos cambios y movimientos;
– superar la falta de paz, ampliando el horizonte, en busca de una visión de conjunto;
– superar la falta de paz, causada por las contradicciones de la vida diaria: buscar la armonía profunda.
Hay que vivir en paz con el propio cuerpo, con el lenguaje, con la propia biografía, con la edad, con la conciencia, con la vida. Puede ayudarnos a conseguir la paz, el tener en cuenta el último sermón de Buda a sus discípulos. En él se habla de ocho aprendizajes que conllevan las correspondientes revelaciones: aprender a desear, aprender a conversar sin discutir, aprender a perseverar en el camino interior, aprender a vivir en el tiempo sin obsesionarse por él, aprender a relacionarse con todo y con todos contemplativamente; aprender a saborear la soledad, aprender a no exagerar, aprender a cultivar la sabiduría lúcida y compasiva.
Dentro de nosotros se gesta la paz o la guerra, de nuestras actitudes y relaciones con los demás depende el futuro de la humanidad. La paz, como la vida, escuchamos con frecuencia, están gravemente amenazadas. El poder destructor de muchas naciones es enorme. El mundo está dividido, ricos y pobres, divisiones raciales, divisiones nacionales y culturales, las injusticias son enormes. La gravedad del momento exige una revolución de amor.
Nadie, desgraciadamente, puede devolver la paz a los que murieron en la guerra. Nadie puede reparar el dolor y curar la herida de la familia destrozada por la muerte de un ser querido. Ojalá en cada amanecer pueda seguir colgado un letrero que diga: aquí queremos paz y vivimos en paz.

La paz es fruto de la justicia y del amor. Un gesto habla más que mil palabras y así se hace en el momento de la Eucaristía. Con el gesto de la paz nos preparamos para la comunión. Antes de recibir a Jesús nos damos unos a otros la paz. El gesto de la paz ha cambiado en la historia hasta llegar a su forma actual. Los primeros cristianos se daban en la celebración el famoso beso de la paz, del que habla San Pablo (Rm 16,16).
El Misal describe así la intención del gesto de paz: los fieles “imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para toda la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad antes de participar de un mismo pan”. ¿De qué paz se trata? José Aldazabal nos apunta que se trata de la paz de Cristo. Es la paz de Cristo. No una paz que conquistamos nosotros con nuestro esfuerzo, sino que nos concede el Señor. No es una paz humana, se trata de la paz de Cristo: “la paz os dejo, mi paz os doy”. La paz es, sobre todo, don del Espíritu. 
Es un gesto de fraternidad cristiana y eucarística. Un gesto que nos hacemos unos a otros antes de atrevernos a acudir a la comunión: para recibir a Cristo nos debemos sentir hermanos y aceptarnos los unos a los otros. Vista así, la actitud de fraternidad en Cristo es el fruto principal de la Eucaristía. El que nos une en verdad –por encima de gustos, amistades e intereses- Cristo Jesús, que nos ha hecho el don de su Palabra y ahora el de su Cuerpo y su Sangre. La actitud de fraternidad se exige para la comunión y ésta nos lleva a compartir, pues aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque participamos de un mismo Pan (1Co 10, 17).
Es una paz universal: sea quien sea el que está a nuestro lado –un anciano, un niño, un amigo, un desconocido- nuestra mano tendida y nuestra sonrisa es todo un símbolo de cómo entendemos la paz de Cristo. Cristo se entrega a todos por igual. Comulgar con Cristo conlleva comulgar con los otros y terminar con toda clase de barreras y divisiones.
Es una paz en construcción, nunca del todo conseguida. Los cristianos piden la paz, al mismo tiempo que se comprometen a ella como a una tarea. El darse la paz es más que un gesto, es un compromiso de buscar y trabajar por la paz. Jesús, el Príncipe de la Paz, ha venido a traernos la paz y a hacer de cada cristiano un instrumento de paz.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.