A los dos años una escarlatina dejó ciega, sorda y muda a Helen Keller
en 1882. Sin embargo, con una constancia y ánimo ejemplar, se graduó de
bachiller a los 42 años. Dictó conferencias, escribió libros y, lo más
importante, abrió nuevos horizontes y caminos a los limitados e incapacitados.
El ser humano padece de desánimo. Y lo más grave no es estar sin fuerzas; lo
peor es quedarse ahí sin mover un dedo para levantarse. Es entonces cuando, más
que nunca, se necesita la ayuda del Espíritu para iluminar, alentar, dar vida.
La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es “Señor y dador de vida”,
Aquél en el que Dios se comunica a los hombres. El Espíritu Santo nos es dado
con la nueva vida que reciben los que creen en él, según nos lo explica el
evangelista Juan en el relato de la Samaritana. Él es el Espíritu de vida o la
fuente de agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14) por quien el Padre
vivifica a los seres humanos, muertos por el pecado, hasta que resucite sus
cuerpos mortales en Cristo (Rm 8,10-11).
Con el Espíritu Santo nos viene la plenitud de los dones, destinados a los
pobres y a todos aquellos que abren su corazón al Señor. Nos da sus dones y se
da Él mismo como don, ya que es una Persona-don.
Al dejar este mundo Jesús pidió al Padre el Espíritu Paráclito para que
estuviese con nosotros siempre. Él fue el Consolador de los apóstoles y de la
Iglesia. Él sigue siendo el Animador de la evangelización, y el que venda y
consuela los corazones desgarrados.
Cristo fue ungido por el Espíritu y entrega este mismo Espíritu a los
apóstoles. Él “os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho”
(Jn 14,26). El Espíritu ayuda a comprender. Su enseñanza no es fría, sino que
compromete con la vida haciendo nuevos testigos. Todos aquellos que reciben el
Espíritu Santo obtienen fuerza para ser testigos por toda la tierra.
Con la llegada del Espíritu los apóstoles se sintieron llenos de fortaleza. Así
comenzó la era de la Iglesia. Ahora el Espíritu de Dios con admirable
providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra.
“Si Jesucristo no constituye su riqueza, la Iglesia es miserable. Si el
Espíritu de Jesucristo no florece en ella, la Iglesia es estéril. Su edificio
amenaza ruina si no es Jesucristo su arquitecto y si el Espíritu Santo no es el
cimiento de piedras vivas con el que está construida. No tiene belleza alguna
si no refleja la belleza sin par del rostro de Jesucristo y si no es el árbol
cuya raíz es la Pasión de Jesucristo. La ciencia de que se ufana es falsa, y
falsa también la sabiduría que la adorna, si ambas no se resumen en Jesucristo.
Toda su doctrina es una mentira si no anuncia la verdad que es Jesucristo. Toda
su gloria es vana si no la funda en la humildad de Jesucristo. Su mismo nombre
resulta extraño si no evoca en nosotros el único Nombre. La Iglesia no
significa nada para nosotros si no es el sacramento de Jesucristo” (H. De
Lubac).
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.